Dos datos para enmarcar esta reseña de un libro que genera en el lector un choque intelectual de tal calibre, que hace un pensar renovado sobre Benedicto XVI, sobre Joseph Ratzinger, sobre su titánica misión para la Iglesia y para la Humanidad. El primero, la carta de Romano Guardini, dirigida a Pablo VI en 1965, en la que aconsejaba al Pontífice que, según su parecer, «lo que tiene el poder de convencer a la gente moderna no es un cristianismo histórico, psicológico o en permanente modernización, sino únicamente el mensaje irrestricto e ininterrumpido de la Revelación». El segundo, en una audiencia en 1966, el teólogo protestante Kar Barth le preguntó a Pablo VI: «¿Qué significa aggiornamento? ¿Acomodarse a qué?»
El desafío al que se enfrenta la Iglesia al comienzo del siglo XXI es el de sanar esta cultura fracturada y sanar las fracturas de la misma Iglesia. ¿Quién es Joseph Ratzinger? ¿Cuáles son las claves de interpretación, de su teología, de su vida eclesial, de los inicios de pontificado? ¿Cuál es la columna vertebral de su ministerio apostólico, de sus encíclicas? ¿Cuáles son los concepto sobre los que asienta la propuesta cristiana, la novedad cristiana? ¿Cuál es la relación entre el Concilio Vaticano II y su teología, y su magisterio? Preguntas que en este libro de la teóloga australiana Tracey Rowland reciben una respuesta que sintetiza gran parte de lo que se está pensando sobre Benedicto XVI en el mundo intelectual. La autora, responsable del Instituto Juan Pablo II, de Melbourne, establece una metodología sencilla pero eficaz: tomar los grandes documentos del Concilio Vaticano II como texto de un diálogo fecundo entre Joseph Ratzinger y el tiempo presente. De esta forma, a partir de un inicial capítulo dedicado a J. Ratzinger y los círculos teológicos contemporáneos, nos lleva de la mano en un repaso por la Gaudium et spes, por la Dei Verbum, por la centralidad de la cuestión de Dios amor, por la eclesiología de la Lumen gentium, por la política en relación con la modernidad, y por la liturgia, con la Sacrosanctum Concilium al fondo.
Me he preguntado quién se sentirá más interpelado con su lectura, en tiempos en los que parece que cierto nerviosismo eclesial atenaza cualquier análisis de fondo y de forma. Se pondrán nerviosos quienes han intentado utilizar a Joseph Ratzinger como el chivo expiatorio de un proyecto fracaso de diálogo con la modernidad, dentro y fuera de la Iglesia; quienes se han asentado en las burocracias de todo tipo -incluida la eclesiástica- y están rutinizados en una forma de pensamiento, y de actuación, que no les deja ver en lo que estamos y en lo que se nos avecina. Se pondrán nerviosos quienes se aferran a lo pasado sin dejarse interpelar por la vida del presente; quienes creen en una irénica capacidad del diálogo ingenuo con las fuerzas anticristianas; quienes evitan el discernimiento para no sentirse descolocados. Porque lo que Benedicto XVI está haciendo es intentar que el cristianismo no sea reducido a una caseta de feria de la modernidad en el panteón de los supermercados antropológicos. Como nuevo san Agustín, Benedicto XVI se ha empeñado en una afirmación intelectual mediante la cual se comprenda la belleza y la estructura orgánica de la fe. Su tarea es, por tanto, librar de adherencias el núcleo auténtico de la fe y darle fuerza y dinamismo.
Una de las ideas que con más claridad se repiten en el libro es la que afirma que la Iglesia crece desde dentro y se mueve hacia fuera, no al revés. Escribió Joseph Ratzinger algo que, con frecuencia, olvidamos: «Aquel progresismo cándido de los primeros años posconciliares, que proclamaba felizmente su solidaridad con todo lo moderno, con todo lo que prometía el progreso, para demostrar así la lealtad de los cristianos para con las tendencias de la vida contemporánea, de aquel progresismo, hoy se sospecha que no era más que la apoteosis de la burguesía tardo capitalista».
Uno de los pasajes literarios favoritos de J. Ratzinger está tomado de Joseph Roth: «En este mundo decadente, lo único que queda que dé forma a la vida es la Iglesia Romana. Al instituir el pecado, ya está perdonándolo. No consiente la existencia de hombre impecable alguno: eso es lo realmente humano que tiene... De ese modo, la Iglesia Romana evidencia su característica más eminente: la de absolver, la de perdonar».
¿Cómo calificar todo esto? Sinceramente, genial. Estamos ante un obligado libro para entender. ¿Qué más podemos pedir?José Francisco Serrano Oceja Alfa y Omega, Nº 640 / 7-V-2009 19 de mayo de 2009 5:38