BARBA AZUL Y LOS WACHITURROS
Parece ser que el temible hombre de barba azulada, cuyas esposas desaparecían misteriosamente se ha clonado en nuestro siglo y prácticamente a diario leemos en los periódicos sus macabras andanzas.
Las estadísticas hablan solas. No hace falta que salgan expediciones a encontrarlo en algún lejano paraje francés que supo imaginar Charles Perrault por el año 1697. Parece ser que el temible hombre de barba azulada, cuyas esposas desaparecían misteriosamente –en realidad, estaban descuartizadas en un gabinete bajo llave de su castillo– se ha clonado en nuestro siglo y prácticamente a diario leemos en los periódicos sus macabras andanzas.
Esa violencia imaginaria plasmada en la literatura hoy es una violencia real, que como sociedad nos obliga a reflexionar sobre la manera en que hombres y mujeres nos relacionamos en el siglo 21. Volver a creer en la palabra. Es tiempo de volver a creer en la palabra. En la palabra del victimario y en la de la víctima. En estos tiempos, cuando el victimario anuncia –por lo general, vía mensaje de texto– “te voy a matar” o “te voy a dar donde más te duele”, hay que creerle.
No es mera retórica; significa, efectivamente, que a esa mujer la van a matar y que le van a pegar donde más le duele, o sea –y por desgracia– en sus hijos. Pensemos, para no ir más atrás, en Candela y en Thomás.
Hay creer en la palabra de una amiga, de una hija, de una compañera de trabajo, de una vecina; hay que creerle cuando nos dice que tiene miedo.
Hay que creer en la palabra de una mujer que se acerca a una unidad judicial, a una iglesia, a un juzgado, a un precinto policial y dice que es víctima de violencia familiar.
Todos, ciudadanos e instituciones tenemos que volver a creer.
“Ella quiere látigo”. Hay que creer en la palabra cuando se hace explícita y sin vueltas desnuda lo que pasa o anuncia lo que va a pasar.
Pero también hay que darle valor cuando se convierte en vehículo de violencia simbólica, disfrazada de canciones, de textos publicitarios, de guiones televisivos.
Cuando una radio y los principales canales de televisión reproducen sin parar canciones que rezan por ejemplo: “Ella quiere látigo, turro, dame látigo / ella quiere látigo, turro, dame látigo / látigo látigo”, como podemos escuchar en “Tírate un paso”, del grupo los Wachiturros.
Uno ve niñas de seis años bailar esta canción con una sonrisa en la cara, sin conciencia de lo que dice este texto enmascarado en un ritmo pegadizo. Y ve también cómo referentes del mundo del espectáculo legitiman este mensaje sumándose –quizá de manera inconsciente– a la difusión de esta música.
Por eso, es necesario que lo sepan desde Barba Azul hasta los Wachiturros: siempre, desde el comienzo de los tiempos hasta hoy, desde un paraje francés hasta las calles de Córdoba, pasando por el conurbano bonaerense, “ellas”, o sea, las mujeres, nunca quisimos látigo: siempre quisimos amor.