Por Eduardo Fidanza/La Nación.-
Cuando Kaliayev decide no arrojar la bomba que debía matar al Gran Duque de Rusia, porque este no venía solo, sino con sus dos pequeños sobrinos, desata una discusión paradigmática dentro de la célula terrorista. Unos camaradas lo comprenden, pero Stepan, el más radicalizado de ellos, le dice con desprecio que por no haber matado a esos dos chicos, "miles de niños rusos seguirán muriendo durante años". Antes, había proclamado: "Vine para matar a un hombre, no para quererlo ni para reconocer su diferencia". Sin niños de por medio, finalmente Kaliayev cumple la misión asignada y paga con la cárcel. No le sienta mal, estaba dispuesto a cambiar la revolución violenta por el sufrimiento personal, deseaba dar la vida antes que quitársela a otros. Morir lo redimía de asesinar. Pero aún le tocará un trago amargo.
En la cárcel recibe la visita de la mujer del Gran Duque. Llorando, ella recuerda a su marido momentos antes del atentado, no en el rol de hombre público, sino en la vida cotidiana, que lo personaliza. "¿Sabes que hacía él dos horas antes de morir? Dormía. En un sillón, con los pies sobre una silla... como siempre. Dormía y tú lo esperabas, en la noche cruel...".
Este pasaje pertenece a la pieza Los justos de Albert Camus. Esa obra expresa, junto con otras, la posición sostenida por el escritor ante la violencia revolucionaria, que lo llevó a un célebre debate con Sartre del que salió maltrecho e incomprendido. Del pasaje citado se extrae este argumento: para ejercer la violencia contra un ser humano debe abstraérselo de su circunstancia personal, reducírselo a un número o una sigla. Lo que importa es su pertenencia a un colectivo que encarne el mal. El que comete el acto violento tampoco es una persona, sino el instrumento de una causa justa. El bien contra el mal, sin acepción de personas: la abstracción ideológica borra las señas individuales del agresor y el agredido. Cuando el otro es considerado una mera herramienta de la infamia, se lo puede eliminar sin trastorno. Es un objeto, no un ser humano. Detrás de esta operación, rige una siniestra razón instrumental, que Hanna Arendt adjetivó "banalidad del mal". A ese planificado mecanismo de destrucción lo distinguirá Camus en el primer párrafo del Hombre rebelde, que dice: "Hay crímenes de pasión y crímenes de lógica".
Tal vez sin saberlo, Leopoldo Moreau, cuyo aporte a la democracia junto a Alfonsín será siempre reconocido, incurre en la falacia de los violentos que expone Camus. Al justificar la agresión al periodista Julio Bazán, porque este pertenece a una organización, le expropia su singularidad. Bazán no es una persona, Bazán es "un hombre de Clarín". La sangre que sale de su cabeza después de los golpes no es sangre, es el fluido que expulsa el cuerpo de un autómata, víctima del maligno que lo emplea. Moreau razona como Stepan: la "violencia estructural" que ejercen los poderosos justifica el ajusticiamiento popular de los que pertenecen a sus organizaciones. Son cómplices del sistema que deberán hacer caer para restablecer la justicia, se llamen el Gran Duque, como en la metáfora de Camus, o Julio Bazán, como en la triste tarde de la plaza Congreso. La violencia de arriba justifica la violencia de abajo. Si no golpeamos, seguirán muriendo niños en Rusia y jubilados en la Argentina.
El lunes, la agresión pasó a mayores, aunque se evitó la tragedia. El cambio del dispositivo de seguridad constituyó una contribución indudable para que no se atravesara esa frontera. El pueblo agredido fueron los policías, que aguantaron con estoicismo una lluvia de piedras interminable. Los violentos, felizmente, resultaron pocos. Marx ya los había caracterizado en El 18 brumario hace 165 años: los llamó lumpen proletariado, un conglomerado de individuos degradados, al servicio de necesidades elementales o de conspiraciones contrarias al interés popular. El lumpen, como el rompehuelgas, el barrabrava o el infiltrado, representa la quinta columna de los movimientos populares: una minoría que los desnaturaliza desde adentro, dando letra a los que piden mano dura para doblegar la legítima protesta de los pobres.
Un grupo de legisladores justificaron la agresión y coquetearon con la tragedia, dentro del recinto donde se practica la democracia representativa. Donde se sublima la violencia, mentaron la violencia. Parecían necesitar asesinados, daba la impresión que les convenía la masacre. Acaso se esté gestando el huevo de una serpiente, de cuño fascista, envuelto en un falso progresismo, que el kirchnerismo tardío aliado con los lumpen, manipula sin que les importen las consecuencias.
La democracia no admite muertos, efectivos o deseados. En Congreso o en Villa Mascardi. A manos del Estado o de los particulares. La democracia debe contener al conjunto: los que deliberan en las Cámaras y los que protestan en la calle. Sin balas y sin piedras, pero admitiendo la tensión de una sociedad que disputa poder y recursos. Allí caben todos, menos los que apuesten a la muerte.