M. C. Escher, "Relativity", 1953. |
Por Héctor M. Guyot/La Nación.- Les ofrecían 2250 euros mensuales a cambio de nada. A todos. Por el solo hecho de ser y estar. Sin embargo, el irresistible caramelo fue rechazado y una abrumadora mayoría le dijo "no" a esa renta sin condiciones. No es ciencia ficción. No se trata de marcianos. Se trata de ciudadanos suizos que sabían que la plata del subsidio universal que les proponían saldría de sus propios bolsillos, a los que jamás regresaría en su totalidad. El resultado de esta reciente consulta popular demuestra que el suizo es un pueblo que aprendió como ninguno aquello que a los argentinos nos cuesta tanto: unir causas con consecuencias.
Nadie demoniza los subsidios como herramienta social. Pero conviene recordar, en adaptación libre, a John Fitzgerald Kennedy: se puede subsidiar a algunos todo el tiempo y a todos algún tiempo, pero no se puede subsidiar a todos todo el tiempo. Para quienes quieran ver lo que les pasa a los que violan esta regla, aquí estamos los argentinos, más cerca de los marcianos que de los suizos.
Hay algo peor que abonar el gas y la luz con las nuevas facturas: tener que seguir pagando un karma que no somos capaces de saldar. Además de representar el mayor brete que hoy enfrenta el Gobierno, el laberinto de las tarifas cifra buena parte de los males que arrastra el país: la amnesia, el populismo, la pasión por negar lo evidente, el cinismo de tantos políticos.
A juzgar por lo que pasó esta semana en el Congreso, vivimos en el puro presente. Nada nuevo, pues desde hace rato ése es el negocio de la clase política. La oposición, ahora junta, critica sin piedad los aumentos y pide la cabeza del ministro. En ese coro quienes más desafinan son aquellos que, desde el gobierno anterior, perpetraron el vaciamiento mientras vendían una revolución de cartón pintado que se fagocitó los recursos que ahora faltan. Como si el vacío de hoy no obedeciera a la corrupción y el despilfarro de ayer, se animan y cantan, acaso sintiéndose de vuelta entonados, el mismo estribillo de siempre: todo lo hacen en nombre del pueblo.
Más populismo, en suma. No advierten que ya hemos tenido suficiente con el que mantuvo el festival de los subsidios hasta convertirlo en una bomba de tiempo que hoy nadie sabe cómo desactivar.
Han vuelto a escena muchos de los vicios que el electorado quiso dejar atrás en octubre pasado. La mala noticia es que no será tan fácil abandonarlos. La buena, que estamos ante una oportunidad de quitarnos lastre. Nadie quiere pagar por un bien necesario cinco veces más de lo que venía pagando. Sin embargo, ése es el precio de haber cerrado los ojos durante tanto tiempo para vivir en la fantasía que nos trajo hasta aquí. Buena parte de la gente parece haberlo entendido: más del 75% de los usuarios, dice el Gobierno, ya pagó las tarifas con el aumento hoy cuestionado en la Justicia. María Eugenia Vidal señaló con lucidez que la verdadera deuda no es la de los usuarios: "La gente está haciendo el esfuerzo. Ahora necesitamos que lo haga toda la dirigencia".
Hay quienes reclaman, desde las mejores intenciones, una "solución política". Habría que definir el término. Porque hasta aquí la política ha sido menos la discusión que busca consensos que el perverso juego de poder al que la oposición peronista nos tiene acostumbrados. En ese sentido, la política supone más obstáculos que soluciones. El apoyo, la mano alzada en el recinto y hasta la contención del instinto asesino se activan no tanto por convicción ni en función del bien común, sino por la gracia de los fondos frescos que gira el Estado nacional. ¿Se invertirán esos fondos donde hacen falta o servirán para perpetuar sistemas de poder feudales o corporativos que ahogan el crecimiento y la verdadera democracia? Acaso sin alternativa, el Gobierno se ve forzado a comprar gobernabilidad, pero en la urgencia descuida el mediano y el largo plazo, lo que va minando la capacidad y el impulso de una administración que llegó al poder con el mandato de llevar adelante un cambio verdadero en la vida política y social del país.
Hay peores acepciones de la palabra "política" y provienen del kirchnerismo. Una la acaba de dar José López anteayer, cuando el juez le preguntó por los bolsos con nueve millones de dólares que llevó al convento de las monjas penitentes. "Ese dinero pertenecía a la política", dijo (es decir, era nuestro). La declaración revela que para López la política es sinónimo de corrupción. Hasta ahora, por si hacía falta, es lo único que confesó. El cuento de su viaje al fin de la noche, lleno de visiones y voces llegadas del más allá, es una floración tardía del inagotable relato kirchnerista.
Así las cosas, son los dirigentes los que deben recuperar el sentido de esa palabra tan bastardeada. Esto incluye al Gobierno, que tiene su cuota de responsabilidad en el desbarajuste de las tarifas. La medida es necesaria, ineludible. Pero no se debería haber descuidado ni la forma de comunicarla ni el procedimiento. Otro punto sensible es la gradualidad con la que la energía recuperará su valor. Doce años de kirchnerismo dejaron poco en pie. Por eso el Gobierno tiene un desafío doble: mientras construye sobre los escombros debe dedicarse también al rescate de los heridos.