Por Jorge Raventos/El Informador.-
El paro del martes 31 de marzo fue más contundente aún que la huelga general de un año atrás, el famoso “paro buitre” del añorado Jorge Capitanich. En estos meses la situación no ha variado sustancialmente, salvo en el hecho de que el gobierno abandonó por completo la hoja de ruta con que pareció encarar la transición cuando arregló con Repsol, pagó al Club de París y corrigió el tipo de cambio, para amurallarse una vez más tras la consigna solipsista del “vamos por todo”, un tanto inapropiada para un fin de ciclo.
La huelga del último martes permitió a los trabajadores y también a la clase media (incluyendo a pequeños y medianos empresarios) expresar su disgusto por la vía del no hacer: una forma todavía tranquila de exponer hartazgo por la inflación, por la inseguridad, por la caída del poder adquisitivo, por las falacias del relato.
La huelga del último martes permitió a los trabajadores y también a la clase media (incluyendo a pequeños y medianos empresarios) expresar su disgusto por la vía del no hacer: una forma todavía tranquila de exponer hartazgo por la inflación, por la inseguridad, por la caída del poder adquisitivo, por las falacias del relato.
Aunque algunas de las corrientes internas del sindicalismo dan por sentado que el gobierno no modificará su tesitura e insisten en mantener la ofensiva y pasar rápidamente a un segundo paro (esta vez con movilización), algunos en la cúpula gremial estiman que, urgido por necesidades electorales, el oficialismo dejará pasar unas semanas y ofrecerá algunas respuestas. Saben que en algunos escritorios del gabinete se elabora un proyecto de reforma a la aplicación del impuesto a las ganancias.
La erradicación (o una modificación sustancial) del gravamen sobre los salarios sigue siendo bandera principal de los gremios, pero en modo alguno la única: reclaman medidas contra el trabajo en negro (o “en gris”), por el que culpan al principal empleador: el Estado; exigen un sinceramiento del salario mínimo y de las jubilaciones; quieren medidas contra la inflación, que erosiona los ingresos.
El modelo y el avance sobre los salarios
Los sindicatos exhibieron su capacidad de acción. Hoy, en tanto representación de trabajadores en blanco, son expresión de un sector de la clase media (la queja contra el impuesto es reveladora). Junto a la tradicional clase media atomizada de las profesionales liberales y la pequeña y mediana actividad, ha crecido una clase media organizada que tiene a los sindicatos como eje y que, a través de ellos, puede exhibir musculatura frente a los gobiernos.
Esta naturaleza de nueva clase media de las familias de trabajadores registrados y agremiados también tiene reflejos sobre las conducciones de los sindicatos, que se ven observadas, controladas y presionadas por bases que les exigen eficacia, calidad de gestión y menores cuotas de discrecionalidad. Esa presión se hizo sentir en esta ocasión inclusive sobre organizaciones que políticamente se mantienen próximas al gobierno, pero que tuvieron que adaptarse a la medida de fuerza con declaraciones de simpatía por los objetivos o dejando a sus propios afiliados “en libertad de acción” (una libertad que estos se hubieran tomado sin permiso, de todos modos).
La Presidente tuvo palabras duras para quienes pararon (les atribuyó un “corazón frío” y el rechazo a aportar “para los que tienen menos”). En rigor, el impuesto es un recorte de salarios que no va “a quienes menos tienen”, sino al que más tiene, más gasta y, al parecer, más vulnerable es a los desvíos: el Estado central. Que los recursos que captura el Estado central no tienen como objetivo prioritario a “los que menos tienen” lo demuestra el número de pobres (incontables para el ministro de Economía) que exhibe el país pese a haber gozado de diez años de precios internacionales extraordinarios en los productos que Argentina produce y vende en los mercados externos.
La succión de una parte creciente de los salarios a un número cada vez mayor de trabajadores es consecuencia, en su etapa final, de la matriz del llamado “modelo”, cuyo dispositivo principal reside en la apropiación de excedentes de los sectores productivos y competitivos para que con ellos la caja central pueda financiar una política de graciosas dádivas bajo la forma de subsidios y a veces de financiamiento de obras (recuérdese el caso de”Sueños Compartidos”, indirectamente evocado en la nueva ilustración de los billetes de 100 pesos). Castigo a la rentabilidad y aliento a los enriquecimientos basados en la gracia estatal (con las debidas contraprestaciones). Planteadas así, las relaciones de producción sofocan el desarrollo de las fuerzas productivas, para decirlo en términos de Carlos Marx.
Tiempo atrás, el oficialista Roberto Felletti predicaba la “radicalización del populismo”. Explicaba que “uno de los problemas del populismo es que no era sustentable, ya que no podía apropiarse de factores de renta importantes”. Felletti confiaba en que el triunfo electoral de 2011 (54 por ciento para el FPV) permitiría aquella radicalización. Cuatro años después, esta se traduce en una ofensiva sobre los ingresos del trabajo. Ya antes había avanzado sobre el campo, sobre las inversiones, sobre la coparticipación federal y sobre la elección de los medios de ahorro de los ciudadanos en tiempos de inflación, determinando un clima de negocios que se traduce en estancamiento, retracción de la inversión y del empleo privado.
Los gremios y la agenda del próximo gobierno
Varios analistas destacaron (algunos con tono de alarma) que el paro del 18 debía ser interpretado no sólo como un reclamo al gobierno de la señora de Kirchner, sino como una amenaza para quien la suceda. Es, sin duda, un recordatorio: como parece evidente que el kirchnerismo también dejará pendiente esta cuenta para que la atienda el próximo gobierno, no está mal que los principales candidatos estudien y se pronuncien sobre un plan de acción que estimule la producción, la productividad, el trabajo y la inversión y que reconozcan a los protagonistas.
Los temas que formula el sindicalismo no son los únicos que heredará el próximo gobierno: habrá que reinstalar a la Argentina en el mundo con un diseño estratégico que este gobierno nunca se preocupó de formular; habrá construir una política energética que remedie el desastre y el desorden que imperan en ese terreno; habrá que revolucionar el Estado central para liberarlo de ñoquis, protegidos, paracaidistas y aprovechados, y volverlo eficiente, económico y transparente; habrá que regenerar la tradición republicana de la división de poderes. Mencionar estas y otras asignaturas que el futuro gobierno deberá rendir no entraña una amenaza, sino un punteo realista de tareas que, por su mera enunciación indican la necesidad de una plataforma de políticas comunes de las principales fuerzas en presencia. Los candidatos y las fuerzas sociales deberían trabajar para crear esa base de convergencia como un compromiso de cualquiera sea el candidato que se imponga en las elecciones presidenciales.
¿Cuál polarización?
Otro tema que ocupa a los analistas es el de una probable polarización en los comicios de octubre. Al día de hoy, la dificultad de ese cuadro reside en que no se pueden describir inequívocamente los polos de que se habla, ya que hay tres jugadores principales que se turnan en la vanguardia: Daniel Scioli, Mauricio Macri y Sergio Massa.
Subrayar que los jugadores son tres implica, ya, un acercamiento a las certezas. Hasta hace muy poco se podía especular con la probabilidad (por lejana que se la viera) de una acuerdo final que agrupara a Scioli y a Massa en un mismo espacio peronista (flanqueados por otros presidenciables como José Manuel De la Sota y Adolfo Rodríguez Saa). Ahora parece claro que Scioli competirá en el espacio oficialista del Frente para la Victoria, acompañado en las listas por uno o varios miembros de la familia Kirchner y, sin duda, por decenas de nombres de la legión camporista.
Aunque muchos observadores están convencidos de que, una vez consagrada su candidatura en las PASO y a medida que se avance en la campaña, Scioli podrá exhibir las mayores proporciones de voluntad de cambio que se le asignan, por el momento él encarna casi sin divergencias el partido de la continuidad o, como lo describiría un opositor, el continuismo kirchnerista. Señal inequívoca: en su publicidad gráfica actualizada, Scioli ha condenado al naranja, su color de identidad, a un segundo lugar casi clandestino, solapado por el azul y blanco clásicos del Frente para la Victoria.
Si en la primera vuelta electoral, en octubre, Scioli ocupa uno de los dos primeros lugares, la polarización será inequívoca: Sergio Massa o Mauricio Macri agruparán al voto opositor mientras el gobernador bonaerense convocará a los simpatizantes (por voluntad o por opción) de la continuidad K.
En caso de que la polarización se definiera entre Scioli y Massa, el resultado se contabilizaría en dos tableros: el de la presidencia de la nación y el de la personalidad del peronismo del futuro.
Si el kirchnerismo pierde en primera
Si la polarización, en cambio, se diera entre Macri y Massa, las cosas no estarían tan claras. Esto, en principio, implicaría que la continuidad K quedó derrotada en la primera vuelta, razón por la cual sus votantes se convertirían en árbitros del ballotage. ¿Qué preferirían, en tal caso? ¿A un Macri que se define como noperonista y que el kirchnerismo describe como “la nueva derecha”? ¿O a Sergio Massa, seguramente rodeado por peronistas no-K, el hombre que sepultó la posibilidad de reelección de Cristina Kirchner?
Las consultoras de opinión pública no están por el momento buceando en estos dilemas, probablemente porque todavía parecen lejanos (seis meses es el larguísimo plazo en Argentina), pero los escenarios de segunda vuelta pueden ser una clave muy significativa para entender los comportamientos que se darán en la primera.
A veces las situaciones se explican mejor por el futuro que por el pasado.