Por Jorge Raventos/El Informador.-
El miércoles 25 de septiembre, el gobierno expuso simultáneamente dos realidades. Por una parte, demostró que todavía, pese a la mortificación electoral que le infligieron las elecciones primarias y las que le anuncian las encuestas para los comicios de octubre, retiene aptitud para disciplinar su tropa legislativa y hasta para arrear algunos bueyes perdidos. Diputados que eran contabilizados en las filas adversas al gobierno fueron funcionales a éste. Como en tango de Cadícamo, ese lote de legisladores “agarró por Corrientes con bandera en flameo… y volvió por Lavalle con la bandera baja”.
El gobierno, junto a esa capacidad de disciplinamiento y captación, exhibió con transparencia su íntima convicción de que esas dotes están al borde del agotamiento.
Por eso, junto con el presupuesto 2014, muestra esperpéntica de contabilidad creativa, hizo aprobar a tambor batiente la prórroga de la ley de emergencia económica. Por dos años: hasta diciembre de 2015. La Casa Rosada supone que, con ese expediente anticipatorio, podrá preservar hasta aquella fecha los instrumentos de poder central que el kirchnerismo urdió durante la década.
Más allá del contrasentido de invocar emergencia económica mientras se proclaman los logros de una “década ganada”, el oficialismo, conciente de que se le aproximan tiempos aciagos, pretende evitar que en su fase menguante la Presidente pierda la atribución de manejar a su arbitrio el repertorio de premios y castigos que durante años le permitió disciplinar a gobernadores e intendentes.
Es habitual que, al anoticiarse de su fatal declinación, los poderes en retirada dicten normas destinadas a frenar o abolir los efectos de la decadencia.
Esos ensayos suelen ser infructuosos: recuérdese, por caso, la Ley 22.924, conocida como “de autoamnistía”, promulgada el 22 de septiembre de 1983 por el último gobierno de la dictadura militar.
No debería sorprender que un gobierno que observa su propio declive intente demorarlo. En general, suelen hacerlo con métodos parecidos a los que venían empleando (y, para bien o para mal, los llevaron a la situación en que se encuentran).
Eso tiene su lógica: cuando se llega a ese tramo epilogal y se ha perdido la capacidad de seducir a sectores ajenos, sólo en condiciones desesperadas los gobernantes se atreven a ensayar giros políticos; lo normal es que prefieran aferrarse a los sectores que consideran propios y porfiar en las recetas que estos se acostumbraron a aplaudirles. Con alguna razón suponen que cambiar en esas condiciones entraña el riesgo de quedarse sin pan y sin tortas: decepcionar a los seguidores cuando ya es tarde para conquistar o apaciguar a los adversarios.
Es en función de ese razonamiento que la Casa Rosada porfía en algunos temas que hasta en el seno del oficialismo son controvertidos.
Por caso, el sostenimiento de una figura tan piantavotos como el secretario de Comercio Guillermo Moreno. La Presidente sospecha que sacar a Moreno sería dar prueba de debilidad y le crearía el problema de ensayar políticas menos nítidas para encajarlas en su relato y probablemente vulnerables a otros cuestionamientos, mientras por mantener lo ya ha pagado un costo y el secretario tiene la utilidad lateral de funcionar como pararrayos: las críticas que él asimila están, en rigor, dirigidas a ella. Moreno es un eufemismo.
Así, también, la Presidente no quiso comprometerse con el viraje verbal en temas de seguridad con el que Martín Insaurralde trató de oxigenar su candidatura, aproximándose a la sombra del gobernador de la provincia de Buenos Aires. Aunque las encuestas muestran que la posición que Insaurralde adoptó en el tema de los delitos de menores es compartida por 7 de cada 10 bonaerenses, el cristinismo más intransigente salió a criticar a su candidato y la Presidente lo dejó a la deriva en esa cuestión.
Se verá si después de octubre la Presidente se encuentra y se siente fuerte con las herramientas que sus congresistas le proporcionan ahora, antes de que las cámaras cambien su composición y antes deque las urnas den su mensaje.
Las últimas encuestas no prometen al oficialismo que la pendiente que se dibujó en las PASO se suavice. En la provincia de Buenos Aires la diferencia entre la lista oficialista y la que lidera Sergio Massa se ha ensanchado y es de dos cifras. Curiosamente, desde el Frente Renovador dejan trascender un resultado más moderado que el que comentan los oficialistas. En Tigre hablan de 10 a11 puntos de distancia a favor de Massa. En el oficialismo rumorean entre 14 y17 puntos de diferencia en contra, tal vez para, tras el escrutinio, alegar que consiguieron achicar la brecha y pintar el resultado como un éxito relativo.
La pedrea a que fue sometida una caravana del Frente Renovador en La Matanza, sumada a la exhibición de armas de fuego por parte de los agresores revela el ánimo que reina por estos días en el oficialismo.
Los ataques surgieron desde esa trinchera y, en términos electorales, favorecieron a Massa y perjudicaron a Insaurralde, quien por otra parte hizo poco para diferenciarse netamente de los agresores. En términos políticos, el kirchnerismo luce aislado y, al menos en algunos de sus rincones, crecientemente belicoso.
Massa, entretanto, se mueve como alguien que está dispuesto a ir más allá del destino que dictaminen las urnas de octubre, que en su caso está cantado. La reunión que mantuvo en San Nicolás con las organizaciones de la Mesa de Enlace agropecuaria podría haber sido explicada como una jugada estrictamente bonaerense, destinada a refirmar su performance en las zonas rurales de la provincia, pero autorizó otra lectura con la presencia en ella del santafesino Carlos Reutemann. Es obvio que Massa ya está tejiendo su estrategia nacional, su próxima etapa.
Como Reutemann, que se ha acercado al intendente de Tigre, en el peronismo ya se notan signos de recomposición que dan por supuesta la apertura de un nuevo ciclo inmediatamente después de que se cuenten los votos de octubre.
El cambio de ciclo ya es una realidad
El mismo miércoles 25 en que el Congreso se allanaba a los deseos de la Casa Rosada, en la Catedral Metropolitana se producía un hecho que seguramente aporta a la nueva etapa. Una peña peronista de la Capital Federal había promovido, como todos los años en la misma fecha, una misa de homenaje a José Ignacio Rucci. Ese miércoles se cumplían cuatro décadas desde el asesinato de quien fuera secretario general de la CGT y hombre de absoluta confianza de Juan Perón. Rucci fue ametrallado por una partida de montoneros precisamente dos días después de que, tras 18 años de ser un proscripto, Perón ganara las elecciones que lo convertirían en presidente.
El homenaje esta vez no tuvo sólo los habituales rasgos evocativos. Lo que marcó la diferencia fue que la figura de Rucci y el ámbito de la Iglesia reunieron esta vez al metalúrgico Antonio Caló, secretario general de la llamada CGT-Balcarce, el petrolero Guillermo Pereyra, secretario adjunto de la CGT que lidera Hugo Moyano, y el gastronómico Dante Camaño, dirigente de la CGT Azul y Blanca orientada por su cuñado, Luis Barrionuevo.
Una escena que sugiere la convergencia de las tres fracciones sindicales en que se encuentra repartida la central obrera.
Desde el nucleamiento hasta ahora más próximo al gobierno, el titular de Smata, Ricardo Pignanelli, reclamó de inmediato “unificar la central de los trabajadores”. La CGT oficialista está pasando la factura a la Casa Rosada por su desprecio político al sindicalismo, al que ignoró en la confección de las listas electorales oficialistas. Pignanelli recordó que desde el Congreso los diputados del movimiento obrero podían defender “los garbanzos para los trabajadores”. Para sostener la voluntad de reunir lo que está dividido, Pignanelli citó al Papa: “Francisco no solamente dijo que tiene que estar la CGT unida, sino que era imprescindible para un país como el que soñamos”. Las organizaciones gremiales anuncian que -unificadas- quieren estar sentadas a la mesa de la futura reestructuración del poder.