La opinión de Gladys Seppi Fernández sobre la cadena nacional de la Presidenta y el programa de Tinelli. Quizá estos tiempos lo exijan, tal vez lo pida el público, el ciudadano, las mayorías de hoy, subsumidas en “la civilización del espectáculo”, como expresa el título del último libro de Mario Vargas Llosa. Tanto la presidenta Cristina Fernández como el conductor televisivo Marcelo Tinelli saben de poder económico y espectacularidad. Van por el éxito, y van con todo y por todo. Nada vale más que el hoy. El futuro no parece estar en sus miras, ya que es ahora cuando se encuentran en la cúspide. Todo un país, toda la Argentina, pendiente de ellos: los que les tienen simpatía y hasta admiración y los que se indignan ante sus actitudes violatorias de múltiples normas. Justamente, es el estilo desenfadado lo que más convoca a verlos.
A muchos les produce emociones muy fuertes el siempre renovado e ilimitado marco de trucos; otros quieren saber hasta dónde se atreven, qué más son capaces de hacer y de decir. Siempre sorprenden: ambos parecen no tener límites, ni ataduras, ni respeto por nada ni nadie. Atrevidos, temerarios, su desfachatez y actuación se encamina a un propósito que debe estar muy bien estudiado por sus asesores. Y lo logran. La mayoría sigue sus calculadas gesticulaciones, su lenguaje, sus extremas desmesuras, sus atropellos.
A muchos les produce emociones muy fuertes el siempre renovado e ilimitado marco de trucos; otros quieren saber hasta dónde se atreven, qué más son capaces de hacer y de decir. Siempre sorprenden: ambos parecen no tener límites, ni ataduras, ni respeto por nada ni nadie. Atrevidos, temerarios, su desfachatez y actuación se encamina a un propósito que debe estar muy bien estudiado por sus asesores. Y lo logran. La mayoría sigue sus calculadas gesticulaciones, su lenguaje, sus extremas desmesuras, sus atropellos.
Ambos ejercen una extraña fascinación y no podemos creer que tantos se rindan a sus pies, que nadie reaccione, que se sientan tan dueños de la voluntad de un país. Intocables.
El hipnotizador. Hace unas noches y sorpresivamente, Tinelli estampó una torta en el rostro de uno de sus más fieles seguidores. Allí estaba él, haciéndole la acostumbrada corte, manso como siempre y, de pronto, el “otro”, insolente, hizo la gracia de vaciarle en el rostro toda la crema.
Fue una actitud intempestiva, violenta. Sin embargo, la mayoría rió. Es que Tinelli cuenta con una verdadera multitud de aplaudidores que le festejan cada gesto, tal vez le temen y hasta se humillan, como pasó en otro programa que mantuvo expectantes a los televidentes. (¿No dijimos que atrae, fascina y hasta enajena?). Pues esa vez humilló hasta darnos lástima ajena a un pobre muchacho, bailarín de otro país que, como él mismo dijo, sólo venía preparado para bailar. No estaba entrenado para expresarse y apenas tartamudeaba ante la embestida del conductor que le metía, ya sin piedad, la daga de su impudicia hasta lo más íntimo de su vida, cuyo mayor atractivo parecía ser la relación con otro hombre.
Espectacularidad. Poder. Violencia psicológica que debe afectar la salud psíquica de mucha gente, más de los cercanos, que, suponemos, deben sentir íntimamente el gusto amargo de participar en acciones de escaso respeto por los otros y por sí mismos.
Nada parece importar, millones festejan la frivolidad llevada al máximo sólo para entretener, despertar emociones cuyo lugar viene descendiendo –a cada golpe de efecto, a cada golpe de fanfarrona temeridad– a estadios más bajos.
Es verdad que causa admiración el despliegue de recursos técnicos de ShowMatch , pero apena la degradación de la mujer transformada en objeto tan descartable como que, cada tanto, una pareja es sometida a la presión –muy emocionante– de la votación pública, tras lo cual muchas chicas, que ofrecieron ante el altar del éxito hasta lo más oscuro de su intimidad, son enviadas a la papelera de reciclaje.
Alrededor de Tinelli y siguiéndole sus mofas, la primera corte, el jurado, hace de las suyas. Algunas veces se intercambian peleas que rebajan al mínimo cualquier norma de educación básica. Nadie respeta a nadie, en ninguno asoman gestos nobles o dignos.
Flavio Mendoza ostenta sin pudor su inclinación por las formas masculinas; Marcelo Polino se pone su máscara agria y afrenta a todos; Carmen Barbieri ha hecho de su fracaso matrimonial un espectáculo que entretiene a millones; Aníbal Pachano saca de su galera gestos provocativos, y Antonio Gasalla mira despavorido, tratando de entender entre la polvareda de violencia.
¿Y los televidentes? Muy entretenidos. ¡Cuán emocionante circo nos brindan algunos programas de TV!
En cadena. Cuando la cadena nacional interrumpe sorpresivamente la actividad de todos los canales, sabemos que llega un espectáculo parecido. No entendemos mucho el mensaje de la Presidenta, salvo la ponderación de su gobierno.
Después, aparece la fascinación o el rechazo por sus modulaciones impactantes, por su lenguaje cada vez más chabacano, por la teatralidad de sus gestos, por sus palabras humillantes destinadas a supuestos enemigos o por sus apelativos a alguno de sus seguidores, que, sin ponerse rojo y muy sonriente, le sigue el juego.
Su temeridad puede llegar al colmo de lo tolerable, de lo falso, de lo evasivo, de lo engreído, de lo soberbio, de lo “a mí no me para nadie porque, además, hacerme la humilde no me sale”.
Dos personalidades, dos estilos que tienen fascinada a demasiada gente.
Mientras tanto, las enseñanzas en las escuelas caen en el oído dormido de los alumnos, los consejos paternos se dan de nariz con el “¿y eso para qué me sirve?”. Y el país marcha a la deriva, ciego a los grandes problemas que, gracias a actitudes obviamente tan influyentes pero reñidas con la salud psíquica, vendrán para mal de todos: de los que se entretienen y gustan del espectáculo, de los indignados y de los que los observan, pasivos, con el pretexto de “quiero ver hasta dónde son capaces de llegar”.