El excluyente protagonismo que ha ganado la palabra subsidios en la semántica corriente, tanto como el creciente espacio que la cuestión de las tarifas públicas ha pasado a ocupar en la comunicación oficial -desplazando a “las buenas noticias” que mitigaban eventuales amarguras futbolísticas- confirman que la dinámica de los procesos macroeconómicos es inexorable y que, más tarde o más temprano, las restricciones devienen operativas. Apelando a una “metáfora nominativa” -ajustada al lenguaje alambicado de los filósofos rentados de Carta Abierta- podría decirse que la estampita del paraíso “K” se empieza a desteñir.
Más allá de las piruetas dialécticas -lo de “Juanpi” Schiavi esquivando la palabra maldita fue antológico- o de la retórica rupestre de De Vido -definitivamente menos dotado en ese sentido-, es inocultable que el tema produce una suerte de reacción alérgica, como si se tratara de una peligrosa bacteria invadiendo el articulado organismo del “relato”, y dispara una indisimulable desorientación en el discurso. Pareciera que el indiscutible talento creativo de reconocida eficacia para comunicar la abundancia, no atina a encontrar los modos, a la hora de tener que vender la escasez. No es un tema menor. Convendrá monitorearlo, porque asoma como una sensible vulnerabilidad estratégica.
El primer fallido fue el impresionante despliegue publicitario, orientado a revestir de cruzada moral el inevitable aumento de las tarifas de los servicios públicos domiciliarios. El reclutamiento de un dream team de “famosos”, devenidos en espontáneo “club de dadores voluntarios de ética”, no conmovió a sus fans, logrando apenas dos renuncias voluntarias por cada mil apelaciones.
Aún no repuestos del fiasco anterior, se lanzó el culebrón de la tarjeta SUBE -hoy en pantalla-, instrumento en uso en el mundo desde hace un cuarto de siglo, vendido como “cutting-edge” en nuestro país, y que ofrece variadas aristas para la reflexión. Empezando por la referencia a la alta conflictividad potencial contenida en los problemas del transporte público, que remite -reconociendo las oceánicas diferencias- al Caracazo de 1989, o a la Crisis del Transantiago de 2007, ambos episodios ocurridos, curiosamente, en el mes de febrero.
Un abordaje desde lo general a lo particular, no puede omitir la llamativa naturalidad con que se procesa desaprensivamente una política pública arbitrariamente discriminatoria. La cuestión pone al desnudo que vivir en el AMBA nos hace acreedores al privilegio de recibir una ayuda del Estado, diez veces mayor que la que merecen, por el mismo concepto, nuestros compatriotas que eligieron residir en otro rincón de nuestra geografía.
Por otra parte, la pueril argumentación oficial ofende la inteligencia ciudadana. Su propia formulación constituye una flagrante contradicción en sus términos, ya que su promovida masividad atenta contra el propósito declamado de ser un instrumento para introducir racionalidad en la asignación de beneficios sociales. De un lado, porque el medio de pago de un servicio mal podría ser un adecuado atributo de elegibilidad para acceder a un subsidio; por el otro, porque la promesa oficial de beneficiar a todos los tenedores de la tarjeta, es fácticamente inconsistente con la imperiosa necesidad de reducir, en alguna porción significativa, la sangría que representan para el Tesoro los $ 19.000 M que demanda atender el subsidio.