Por Miguel Wiñazki/Clarín.-
Samid está en el museo de los esperpentos de la deshonestidad victimizada.
De pronto un viento muy húmedo comenzó a arreciar y enseguida la lluvia, detrás del calor anacrónico del jueves. En la Avenida de Mayo se vendían paraguas. A 150 pesos los portátiles y a 200 pesos los grandes. El clima no impidió el despliegue de parrillas dispuestas en la calle, improvisadas pero no tanto, debajo de gazebos azul cobalto que les daban un toque estético inesperado. El humo y la lluvia pintaban el aire de la manifestación. Había murgas espontáneas, bombos como siempre, saltos y danzas, brazos en alto, cánticos, banderas y banderines y un gentío parcelado.
Eran flujos ordenados que caminaban por senderos prefijados, que se salían de ruta solo cuando parecía que el cielo se descerrajaba desde arriba. Por ejemplo: un grupo de militantes con estandartes rojos y blancos, muy disciplinados prima facie, salieron disparados hacia el subsuelo de la estación Catedral del Subte D para refugiarse de lo que parecía un vendaval.No fue para tanto y volvieron a la superficie pronto.
En la plaza, la Bandera argentina se desprendía del mástil. Hubo interpretaciones agoreras y otras poéticas sobre aquel episodio; la celeste y blanca ondeando desatada sobre la Plaza histórica.
Fueron espasmos de viento y lluvia que no persistieron.
Por la 9 de Julio cortada, iban y venían los itinerantes de muchas y múltiples organizaciones, según brújulas precisas, para concentrarse en Plaza de Mayo o en el Congreso.
Era un devenir apabullante y, en un punto, incierto.
No fueron todos unidos. Bajo el cielo gris de Buenos Aires, la marcha fue masiva y a la vez fragmentada. La izquierda, la CGT, la CTA y los movimientos sociales manifestaban todos por lo mismo pero desde diferentes ángulos de la ciudad. Hubo una organización autogestionada y diseñada para que la diversidad de las expresiones que salieron a las calles no se encontraran.
Pero coincidían sí en un punto irrefutable: la crisis es una desgracia que se ahonda. Todos culpaban al gobierno. ¿Había mayoría K? No. La oposición es fuerte pero no es homogénea. Fue una marcha descentralizada. La multitud se propagaba hacia diferentes puntos de intensidad. Nadie aunó para sí la protesta. No hubo subordinación jerárquica hacia un líder. Los flujos humanos iban o venían según la lógica del rizoma.
Pero coincidían sí en un punto irrefutable: la crisis es una desgracia que se ahonda. Todos culpaban al gobierno. ¿Había mayoría K? No. La oposición es fuerte pero no es homogénea. Fue una marcha descentralizada. La multitud se propagaba hacia diferentes puntos de intensidad. Nadie aunó para sí la protesta. No hubo subordinación jerárquica hacia un líder. Los flujos humanos iban o venían según la lógica del rizoma.
Como explican los filósofos Deleuze y Guatari, un rizoma es una raíz que se ramifica indefinidamente y genera nuevos brotes desde sus nudos. Así, ésta fue una manifestación que se propagó en diversos sentidos al mismo tiempo.
Más allá del perímetro informe de la marcha, la vida continuaba como siempre. A las siete de la tarde en Constitución miles y miles volvían de trabajar. Lo mismo en el subte.
La marcha terminó y los problemas continúan.
El show argentino persiste en emitir el desfile de los indecentes de cada jornada. La voz exaltada y tan aguda de Alberto Samid perforó los micrófonos vociferando la enjundia del carnicero atronador contra la justicia que lo buscaba.
Samid lanzó toda su artillería contra contra el oficialismo en pleno, declamó su fe peronista, y por las dudas partió -dicen- hacia Belice, un lejano enclave tropical, distante de los tribunales que tanto detesta. Ahora es un prófugo. Lo juzgan desde hace décadas por evasiones impositivas millonarias. Entre la surrealista morosidad de los procesos judiciales y la politización de la indecencia, el país no emerge de sus naufragios.
La Argentina indecente opera según un catecismo calcado que se reitera en cada estafador público. Todos argumentan que son perseguidos políticos y angelicalmente inocentes.
Samid, proveedor intenso de basurología televisiva, monumento al kitsch y evasor profesional según la justicia, ya ganó un lugar en el museo de los esperpentos de la deshonestidad victimizada.
El espectáculo de los mentirosos argentinos famosos ha tenido un cierto poder hipnótico sobre la sociedad. Samid fue un showman con rating, se tomó a golpes de puño en las pantallas, bailó para audiencias masivas, y siempre convocó miradas que celebraron sus atrocidades y que eclipsaron así su larga historia fraudulenta redimida por el exhibicionismo de su propia brutalidad.
Alguien puede ser bruto e inteligente al mismo tiempo. Alberto Samid es un ajedrecista ponderado.
Alardea por haber hecho tablas en sendas partidas con dos supercampeones: Garry Kasparov y Anatoly Karpov. Algunos denunciaron que les hizo trampa a ambos. Si fue así, no fue probado en su momento.
Es factible empatar con dos genios y ser inmoral en simultáneo.
Y también es posible hacer trampas con impunidad.
En el fondo de muchos de los dramas que sufrimos se yergue otro: una cierta ceguera que se extiende en el tiempo y que impide la visión de los tránsfugas tantas veces indultados por una opinión pública que suele preferir al circo, a la realidad.
El carnicero ajedrecista es real. Aunque parece mentira.