Por Jorge Fernández Díaz/La Nación.-
En América latina, el imperialismo yanqui ya no es lo que era: antes nos mandaba a sus marines, declaraba bloqueos comerciales, participaba en golpes de mano con agentes de la CIA o promovía "relaciones carnales". Durante estos últimos quince años, en cambio, ha logrado derrotar a los populistas por el simple método de darles la libertad absoluta y dejar que gobiernen a su gusto. El resultado de este truco inesperado, barato y sensacional es que Venezuela y la Argentina tienen una economía desastrosa y están al borde del quebranto.
Esa flemática indiferencia, sin embargo, no ha librado a los Estados Unidos de las invectivas altisonantes de los caudillos nacionalistas, que necesitan del viejo enemigo para excusar su catastrófica negligencia y mantener unida a la dulce manada. Esos histrionismos retóricos no son del todo gratuitos. A pesar de que Washington tiene ahora por política no intervenir ni responder agravios para no agrandar giles, de vez en cuando debe emitir algún pequeño gesto de fortaleza. Usemos el sentido común: si en el recreo no te hacías mínimamente respetar te llevaban por delante. En términos del negocio global, ofender al gigante para posar de corajudo en tu pago tiene las mismas consecuencias que cerrarte por voluntad propia las puertas de un shopping. No pasa nada, pero vos te lo perdés. Siguiendo con la analogía barrial, digamos acerca de esta apolillada cultura antinorteamericana de espejo retrovisor que en mi colegio al pibe que se peleaba con todos primero lo veíamos como a un valiente, luego como un loco y recién al final como lo que realmente era: un triste salame. A propósito, Bioy escribió un día: "El mundo atribuye sus infortunios a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados. Entiendo que se subestima la estupidez".
Todo este prefacio conduce directamente al ave polifónica de la Jefatura de Gabinete, que comenzó la semana comparando a los Estados Unidos con un violador, aplaudió la denuncia de un posible atentado perpetrado en el Norte contra su jefa y terminó pidiendo la escupidera cuando el Departamento de Estado consideró inverosímil y poco seria esa ocurrencia incendiaria. Ahora parece que Cristina no había aludido a los yanquis, pero que sus voceros tuvieron "cola de paja", sugirió Capitanich. Tras acusar a Obama de mentiroso, manipulador, desestabilizador y de posible magnicida, la Presidenta se ofendió porque la embajada les advertía a los turistas que la Argentina era insegura. "Deben pensar que vivimos en el Far West", se escandalizó la doctora, que vive en un helicóptero. Fue el mismo día en que se conoció la noticia de que pondrían al cuerpo de infantería de la policía bonaerense a custodiar los asediados hospitales del conurbano.
Se trató acaso de una jornada histórica. No sólo porque la Presidenta banalizó un poco más la confabulación cósmica y el remanido concepto de la desestabilización, sino principalmente porque humilló en público al titular del Banco Central, amigo de la infancia de Néstor, y lo echó desatando un temblor en los mercados y en sus propias filas. Esa tarde se la vio desencajada y negando escrupulosamente lo innegable. Hay que quitarle la palabra "no" a dos de sus afirmaciones nucleares: no estoy enojada, y esto no es un problema de la economía. La verdad es que estaba enojadísima precisamente por el desbarajuste económico. Todos entendimos que veía lo obvio: el incendio.
Pero que se limitaba a explicar quiénes supuestamente habían encendido las llamas y luego a lanzar, como es su costumbre, un poco más de nafta a la hoguera. Es que el Gobierno jugó con fuego. Con la inflación, la recesión, el cepo, el default y el desacato. Compró todos los boletos y se ganó una crisis de proporciones que todavía no ha mostrado completamente su verdadero rostro. No se sabe bien, en ese sentido, quién tiene razón, si Felletti o Moody's. El diputado kirchnerista asevera: "Tenemos dólares para funcionar hasta diciembre de 2015". La consultora de riesgo evalúa que con esta velocidad en la pérdida de reservas, la plata no alcanza para llegar a esa fecha. Como sea, las alternativas no parecen muy buenas: cruzamos la meta agonizando y dejándole el muerto al próximo, o pinchamos por el camino.
Hasta los propios kirchneristas de pura cepa tragan saliva frente a la tormenta. Cristina le entregó todo el poder a un muchacho cuyo mayor antecedente político es haber creado la agrupación universitaria Tontos pero no Tanto (TNT). Esperemos que esa sigla no sea un presagio explosivo, bromean en voz baja sus compañeros de Gabinete. A Kicillof le dicen el Cavallo del siglo XXI. Se lo dicen los enemigos de Cavallo. Habrá que prenderle una vela porque el "pendex" como lo llama su mentora, tiene en sus manos nuestro bolsillo, nuestro trabajo y nuestro insomnio. El quid de la cuestión se encuentra, como afirma Claudio Jacquelin, en que el hiperministro no está tan interesado en enderezar la cosa como en demostrar que hay doscientos años de historia económica equivocada. ¿No es fascinante sentirse parte de un experimento tan creativo?
La coyuntura es, a un mismo tiempo, repetida y original. Habitualmente, el que gobierna calma y el que se opone, irrita. En esta recta final el Gobierno entregó la cordura a sus antagonistas, y éstos no saben muy bien qué hacer con ella.
Cristina, que ha decidido llevarse el kirchnerismo a su casa en la cartera, ha regresado a esa extraña posición que tenía en su bloque de una sola persona: en el Senado era, como ahora, la sublevada verbal. Pero podía hacerlo de manera irresponsable, dado que su marido se dedicaba en paralelo a amasar política concreta y realista. Su gran socio ya no existe y lo que le queda entonces es sólo la sublevación. Néstor consideraba, a su vez, que ejercer el poder era dominar la moneda: sofrenar la inflación y callar al dólar. Medida con esa vara poco exigente, esta administración es una oda a la impotencia. Que parece seguir con fatalidad histórica el derrotero del menemismo: caer al final en el mismo pozo que había superado al principio, y creer que cuando sus rivales gobiernen se les vendrá encima la casa derruida que le han legado. Bueno es refrescar siempre que cuando aconteció la desgraciada debacle de 2001 la sociedad recordó que Menem no era ajeno a ella, puesto que había dejado una bomba de tiempo. Pudo incluso vencer en los comicios posteriores a Kirchner porque el peronismo de a pie a veces tiene déjà vu con sus machos alfa, pero la inmensa mayoría del electorado se ocupó de enterrar su liderazgo para siempre.
Sin aceptar del todo la gravedad de la economía ni entender las reglas de una transición democrática, el cristinismo avanza sin piedad y sin darse por aludido. Un día sugiere un cambio copernicano en la política exterior, otro día decide tomar 13.000 empleados nuevos en el Estado, luego tira un globo de ensayo sobre la despenalización total de la droga, más tarde impone a lo guapo un código civil y firma una ley de hidrocarburos que condicionará a las próximas generaciones. Y todo lo hace sin acordar, sin escuchar, sin importarle lo que opina nadie. Mientras tanto, erige estatuas y edificios faraónicos y les coloca su nombre propio para que resulte familiar, indeleble y eterno. La comunidad internacional mira azorada estas evoluciones folklóricas de un país irreconocible, o tal vez tristemente conocido, que nunca es culpable de sus males y que se dice víctima perpetua de los poderes planetarios. No subestimemos, por favor, nuestra propia estupidez.