En uno de los countries más lujosos del sur bonaerense, una mujer fue Medea y llevó a cabo la venganza más cruel, la que ninguna mujer querría protagonizar porque sería peor que darse muerte a sí misma. Al igual que en la obra de Eurípides, la mujer asesinó a su hijo con sus propias manos para castigar a un hombre al que acusa de haberla traicionado. “Traidor, hijo de puta, te lo merecés”, escribió la brasileña Adriana Cruz en el espejo del baño en el que cometió el peor de los crímenes para vengarse de un hombre con el que ya no convivía hace seis meses. Luego intentó suicidarse, sin éxito. Como en la tragedia griega, la protagonista es extranjera.
El célebre monólogo de Medea es uno de los más conmovedores que se hayan escrito para reflejar la condición subordinada de la mujer, su rol de ciudadana de segunda. Eurípides nos hace compadecer a Medea y no a Jasón, que queda como un emblema del orgullo masculino, con desmedidas ambiciones de poder. En el final de la tragedia ella se eleva al cielo sobre “el magno carro del sol”, orgullosa de su despiadada crueldad. Ella luchó por el amor, él, por el poder, casándose con la hija de Creonte para convertirse en rey.
Medea defendió su derecho a ser tomada en cuenta, a ser respetada. Criticó en el hombre la inconsecuencia entre sus palabras y sus actos. “Quiero morir porque mi esposo era todo para mí y ahora resulta ser el peor de los hombres”, clamó. “De todas las criaturas que tienen mente y alma no hay especie más mísera que la de la mujer (…) Debe tornarse adivina pues de soltera nada aprendió sobre cómo ha de comportarse con su esposo (…) Si el varón se aburre de estar con la familia, pone fin a su hastío en la calle. Nosotras no tenemos otras personas a quienes mirar”. Medea argumenta que Jasón puede recurrir a sus padres, a sus amigos y a los goces de la vida. Pero ella, en tanto extranjera, es víctima de la reacción frente a lo desconocido (“Hay quienes no conociendo la entraña del prójimo, lo contemplan con odio, sin que haya habido ninguna ofensa”) y vive “sin patria, sin madre, hermanos o parientes en los que echar ancla frente a la desgracia”.
Como toda tragedia, la de Adriana Cruz no expresa sólo la irracionalidad de un individuo. Es un espejo con una imagen que agranda, una manifestación extrema de conductas humanas muy frecuentes. La de tomar a los hijos como instrumentos de venganza. La de sentir el corazón exasperado de celos. La de toda mujer que no puede renunciar a un hombre. Si sabemos mirar, tal vez refleje algún destello de nuestros propios infortunios.