¿LA CULPA LA TIENE LA SOJIZACIÓN?
Cada 12 pesos que ingresan al Estado, uno proviene de la soja. ¿Quién incentiva, entonces, la siembra? Por cada hectárea que ocupen las vacas, el trigo o el maíz, la recaudación es menor.
Néstor Roulet (Presidente de Confederaciones de Asociaciones Rurales de la Tercera Zona -Cartez)
Días pasados se conoció esta información: “El Ministerio de Educación de la Nación distribuirá en 45 mil colegios manuales con contenidos sobre medio ambiente (...), en los que se responsabiliza a los pools de siembra y a la soja por el deterioro ecológico”. Ante esto, no podemos dejar de hacernos algunas preguntas: ¿quiénes incentivan la sojización? ¿Por qué hay concentración productiva? ¿Puede el Gobierno desentenderse de esas imperfecciones? Los argentinos estamos atrapados en las consecuencias de un
problema “ideológico” del Gobier-no, que piensa que las exportacio-nes compiten con el mercado interno cuando, en realidad, son complementarias. Se debe producir no
sólo para el mercado interno
–por la famosa “soberanía alimentaria”–, sino mucho más, para generar saldos exportables que, casualmente, compensen con
su precio diferencial al mercado interno. Esas intervenciones imperfectas por parte del Gobierno en los mercados agropecuarios, con la excusa de la “defensa de la mesa de los argentinos”, incentivan un desbalance productivo, por el que se alientan ciertas producciones en desmedro de otras, lo que provoca un efecto contrario al que hipotéticamente se busca. Hoy pagamos el queso igual valor que en Italia o la carne más cara que en Uruguay. Sólo produciendo más y dejando más saldos exportables, los precios internos podrán disminuir. No hay regla económica que demuestre que un producto puede costar menos cuando menos se produce. Lo único que importa. A las autoridades nacionales, lo único que les interesa del campo son los 500 dólares por hectárea que aporta el cultivo de la soja. El ejemplo más claro es que en el presupuesto para este año –no aprobado por el Congreso–, la gran novedad fueron los altos ingresos calculados por las retenciones a las exportaciones granarias, gracias a la posibilidad de una buena cosecha –por supuesto, de soja–, acompañada por los buenos precios internacionales. Esa avaricia recaudatoria es para el Gobierno totalmente necesaria para el manejo del poder político, el sometimiento de gobernadores e indirectamente del Senado, de parte de la población, de empresarios, etcétera, y para el planteo de abarrotar de dinero al mercado interno –sin importar sus efectos secundarios– para alentar la ola consumista, espejismo de bienestar. En un trabajo elaborado por
Cartez, concluimos que de cada 12 pesos que ingresan
al Estado, uno proviene de la soja. ¿Quién incentiva, entonces, la siembra? Por cada hectárea que ocupen las vacas, el trigo o el maíz, la recaudación es menor.
La única manera de tener un sistema sustentable –lo dirá, sin dudas, el manual con contenidos sobre medio ambiente– es haciendo rotaciones y esto se logra devolviendo rentabilidad y previsibilidad a sectores como la ganadería, la lechería y los cultivos de trigo y maíz. Menos gramíneas, más pesos. Por más que en la actualidad el 95 por ciento de la agricultura se hace con labores conservacionistas, la rotación entre leguminosas –soja– y gramíneas –trigo y maíz– es fundamental. Aunque la proporción ideal de mitad y mitad es muy difícil de alcanzar, hace 10 años estábamos cerca de esa ecuación al participar las gramíneas del 44 por ciento de la superficie total sembrada. Hoy, a causa del castigo que sufren esos dos cultivos, sólo participan en 25,8 por ciento. Esa necesidad monetaria del Gobierno provoca, a la vez, una acción injusta e inequitativa al momento de recaudar, ya que se aprovecha de los sectores más competitivos para aumentar la presión impositiva. Para el sector agropecuario, va desde el 40 al 52 por ciento, cuando la media del país es 33 por ciento, lo que convierte a la producción del campo en un negocio totalmente financiero. A un productor pequeño, lo que le deja de renta una hectárea de campo apenas le alcanza para vivir; en cambio, para un grupo económico es un gran negocio que la rentabilidad sea del ocho al nueve por ciento de lo invertido.
Es a causa de esa política que tenemos una gran concentración productiva, desplazando de su medio social, cultural y productivo al pequeño y mediano productor. Con la intervención imperfecta en los mercados y la alta presión tributaria, se aniquiló uno de los valores fundacionales del campo, como es el de la “pertenencia” y se dejó vacío a ese interior productivo tan necesitado de “vida”, incentivando la migración rural hacia los grandes centros urbanos. En 2006, 14 mil productores producíamos 10.160 millones de litros de leche; hoy tenemos casi la misma producción –10.200 millones de litros– con algo menos de 11 mil productores; lo mismo sucede en la ganadería y agricultura.
Ese vaciamiento demográfico es potenciado, al mismo tiempo, por la constante transferencia monetaria del interior productivo al Gobierno –de cada uno de los pueblos se van entre 200 millones y 300 millones de pesos y vuelven migajas–, que quita posibilidades de generación de mano de obra, actividad monetaria, progreso y desarrollo económico.
Indudablemente, estamos ante otro planteo engañoso del Estado, que pretende hacer creer a la población –sobre todo, a la juventud– que la culpa de la sojización y la concentración productiva la tiene “la avaricia insaciable del hombre del campo”, cuando, en realidad, la falta de una política agropecuaria clara y la manera de ejercer el poder por parte del Gobierno son las que no permiten desarrollar plenamente el sistema de vida, que consiste en “vivir produciendo en el interior”.
FUENTE: LA VOZ DEL INTERIOR