El autor recupera la forma en que los griegos educaban a sus hijos, para hacernos recordar dónde empezó todo en Occidente, buscando inspirarnos con el regreso a las fuentes.
Los niños griegos, cuando se dirigían al gimnasio conducidos por su pedagogo -generalmente un esclavo destinado a cumplir esa función- iban descalzos y desnudos por las calles, aún en los crudos días de invierno. Se dirigían a realizar sus ejercicios físicos, a aprender música y poesía, a encarnar en sus cuerpos y sus almas la belleza anhelada por la paideia griega, término que significa precisamente formación o educación. A nuestros ojos aquello puede parecer de una extrema dureza, pero mediante ésas y otras prácticas ellos buscaban templar el cuerpo y la mente de los jóvenes, y todo por una simple razón de sobrevivencia. Las ciudades-estado del mundo griego debían mantener un pequeño pero formidable ejército en constante actualización para mantener a raya a sus poderosos enemigos exteriores, a quienes ellos, no sin buenas razones, llamaban “bárbaros”, en primer lugar al mundo persa, siempre amenazante.
¿Aquellos niños, así formados, eran menos felices que los nuestros?
Esta pregunta no se puede responder porque, en el fondo, carece de sentido. No todos ni en todos los tiempos han entendido lo mismo por felicidad, y mucho me temo que lo que se entiende hoy por ella está bastante lejos de lo que pensaban los griegos al respecto. Como todos los seres humanos, ellos aspiraban también a la felicidad, pero la buscaban no en sí misma, sino como una consecuencia que se obtenía por el logro de un cierto ideal de perfección. Su sabiduría les enseñaba que el que no es virtuoso no puede ser feliz. No se les ocurría que la felicidad se alcanzara por el placer, la excitación y el egoísmo, como nos lo propone la cultura vigente. La buscaban en la entrega a las grandes empresas comunes. Veamos cómo preparaban a sus hijos para lograrlo. Los niños comenzaban con la lectura de la Ilíada y la Odisea, de Homero, en cuyos textos aprendían a leer. Así afianzaban la admiración que por sus héroes les habían inculcado desde el hogar. Esa cultura originaria, esa protocultura, fue creciendo y las nuevas aportaciones se incorporaban al acerbo común. La producción de los poetas, oradores, retóricos, científicos y filósofos, que elevaron el milagro griego al culmen de su universalidad y de su gloria, dieron fundamento a la civilización greco-romana. Es necesario entender y tomárselo a pecho que son ellos los fundadores de Occidente, es decir que la cosa no nos toca desde fuera sino que nos afecta esencialmente. Sin embargo hoy apenas si nos suenan los nombres de aquellos grandes antepasados. En literatura Esquilo, Sófocles, Eurípides; en filosofía Sócrates, Platón, Aristóteles; en matemática y física Euclides, Pitágoras, Arquímedes.
¿Tiene aquel mundo algún interés para la pedagogía actual?
Si fuéramos a atenernos a lo que creen los tecnócratas de los ministerios de educación pareciera que ninguno. Pero su ignorancia no puede exculpar la nuestra. En mi opinión, al primero que debemos recuperar es a Sócrates, a quien los primeros cristianos llamaban San Sócrates. “Él enseñó a los griegos lo que es el hombre”, dice el estudioso del pensamiento antiguo A. J. Festugière. Nuestra generación lo que ha olvidado, ni más ni menos, es eso, qué cosa es el hombre. Sócrates fue “un inspirador de héroes y una de las columnas del alma humana”, dijo el filósofo argentino Nimio de Anquin. Sócrates legó a Occidente una ética superior, nos enseñó la correspondencia entre ciencia y virtud así como los fundamentos racionales de la ética, es decir entre logos (razón) y conducta. Además fundó el pensamiento científico, pues inventó la definición sin la cual no hay racionalidad posible. Por cierto volver a Sócrates significaría volver a empezar, pero esa es la ley de la vida. Toda primavera es volver a empezar y siempre tendrá ese carácter de fascinante novedad, porque ninguna primavera es igual a la otra, ningún nacimiento igual a otro y ningún nuevo hombre igual a ningún otro.
Diario LOS ANDES - Mendoza, Noviembre 2009 - Por Abelardo Pithod - Doctor en Sociología