Por Héctor M. Guyot/La Nación.-
La posibilidad de éxito del engaño tiene un límite. Depende tanto del tamaño de la mentira como de la convicción del que miente. Alberto Fernández y Cristina Kirchner impulsan un simulacro, pero su talento para lograr la suspensión de la capacidad crítica de los incautos es dispar. Para estar ante una cosa -un latrocinio, por ejemplo- y ver otra -la revolución socialista, digamos- se necesita la fe de los fanáticos. Fernández no pertenece a la clase de políticos capaces de promoverla. Aun en medio de los excesos del kirchnerismo, cultivó a conciencia formas moderadas y ahora se coloca -o lo han colocado, que para eso lo llamaron- en un lugar delicado: justificar y defender la década perdida a través de la razón. Y eso, para peor, después de haber defenestrado, con lógica cartesiana, la gestión de su exjefa y actual compañera de fórmula. Ahora Fernández tropieza con sus propias contradicciones. No debería enojarse con los periodistas. Fue él quien aceptó el convite de la expresidenta. Se equivocó de partido o de método. Por ahí la cosa no va.
Fernández es un equilibrista en la cuerda floja y a merced de los vientos. ¿Puede su presencia moderar un exceso en el que tuvo participación protagónica? ¿Puede reivindicar un gobierno al que, en sus tiempos de exilio, criticó con dureza? Cada vez que abre la boca se asoma al vacío. Para llamar al vértigo no hacen falta las preguntas del periodismo. El archivo solito le hace perder pie. Lo que ha dicho ayer devalúa su palabra hoy, también devaluada por sus tibias críticas a algún aspecto del gobierno de Cristina, tan atentas siempre a no despertar la ira de su actual mentora ni la reacción de La Cámpora. Críticas absurdas, por otra parte, si se las contrasta con las evidencias del saqueo que se van acumulando en los tribunales, donde la expresidenta atiende trece procesamientos y esquiva, fueros mediante, siete pedidos de prisión preventiva, todo mientras ignora olímpicamente al colectivo de exfuncionarios suyos que ya está entre rejas.
Cuando la tiene difícil ante un micrófono, Fernández apela a una premisa sobre la que intenta edificar la lógica de su discurso. Se trata de un comodín dirigido a congraciarse con todos, una contraseña para abrirle la puerta del operativo retorno a los peronistas remisos tanto como una forma de distanciarse de su compañera de fórmula sin morir en el intento: la memoria edulcorada de Néstor. La edad de oro, mítica y pura, del movimiento nacional y popular. "La verdad es que me gustaría mucho más volver a la lógica de cuando gobernábamos con Néstor", afirmó esta semana. Quiso decir que el que vuelve es un kirchnerismo razonable, lejos de los desvaríos de Cristina. Como si Kichner fuera sinónimo de moderación. Lo cierto es que las peores prácticas del kirchnerismo las gestó Néstor cuando Fernández era su jefe de gabinete. El amedrentamiento y la persecución de la Justicia, de la prensa, de los empresarios, y hasta el sometimiento de la propia tropa empezaron con Kirchner, que lo quería todo. En especial, toda la plata. Para eso montó un sistema de saqueo al Estado de proporciones inéditas, como se describe en los cuadernos del chofer Centeno y como confesaron tantos de los empresarios involucrados. La diferencia es que ella, cuando sintió que tenía el país en sus manos, lo cantó a los cuatro vientos: "Vamos por todo". Esta semana, a Fernández se lo vio incómodo en sus zapatos de candidato.
Pareció un hombre preso de sus palabras. De aquellas que pronunció cuando se ubicó en la vereda de enfrente del gobierno de Cristina y ahora regresan. De poco vale la "moderación" cuando falta la coherencia. El momento más delicado de la semana llegó el miércoles, cuando le tocó declarar en el juicio por el caso Amia. En sintonía con la denuncia del fiscal Alberto Nisman, quien concluyó que el gobierno de Cristina montó un "plan criminal" para garantizar la impunidad de los iraníes acusados de perpetrar el ataque y fue asesinado en enero de 2015, a días de presentar su investigación en el Congreso, Fernández dijo por entonces: "Cristina sabe que ha mentido y que el memorando firmado con Irán solo buscó encubrir a los acusados. Nada hay que probar". ¿Cómo remontar ahora esos dichos? Fernández afirmó con toda mesura (esa que por estos días ha perdido ante las consultas periodísticas) que aquellas opiniones no fueron jurídicas, "sino políticas". ¿Qué quiere decir esto? ¿Que es lícito decir una cosa y después lo contrario? ¿Que la mentira está habilitada como arma de la política? A la vista de lo que ha defendido durante tantos años, y de lo que defiende ahora, habría que reconocer allí la coherencia de este equilibrista en apuros.
Cuando la tiene difícil ante un micrófono, Fernández apela a una premisa sobre la que intenta edificar la lógica de su discurso. Se trata de un comodín dirigido a congraciarse con todos, una contraseña para abrirle la puerta del operativo retorno a los peronistas remisos tanto como una forma de distanciarse de su compañera de fórmula sin morir en el intento: la memoria edulcorada de Néstor. La edad de oro, mítica y pura, del movimiento nacional y popular. "La verdad es que me gustaría mucho más volver a la lógica de cuando gobernábamos con Néstor", afirmó esta semana. Quiso decir que el que vuelve es un kirchnerismo razonable, lejos de los desvaríos de Cristina. Como si Kichner fuera sinónimo de moderación. Lo cierto es que las peores prácticas del kirchnerismo las gestó Néstor cuando Fernández era su jefe de gabinete. El amedrentamiento y la persecución de la Justicia, de la prensa, de los empresarios, y hasta el sometimiento de la propia tropa empezaron con Kirchner, que lo quería todo. En especial, toda la plata. Para eso montó un sistema de saqueo al Estado de proporciones inéditas, como se describe en los cuadernos del chofer Centeno y como confesaron tantos de los empresarios involucrados. La diferencia es que ella, cuando sintió que tenía el país en sus manos, lo cantó a los cuatro vientos: "Vamos por todo". Esta semana, a Fernández se lo vio incómodo en sus zapatos de candidato.
Pareció un hombre preso de sus palabras. De aquellas que pronunció cuando se ubicó en la vereda de enfrente del gobierno de Cristina y ahora regresan. De poco vale la "moderación" cuando falta la coherencia. El momento más delicado de la semana llegó el miércoles, cuando le tocó declarar en el juicio por el caso Amia. En sintonía con la denuncia del fiscal Alberto Nisman, quien concluyó que el gobierno de Cristina montó un "plan criminal" para garantizar la impunidad de los iraníes acusados de perpetrar el ataque y fue asesinado en enero de 2015, a días de presentar su investigación en el Congreso, Fernández dijo por entonces: "Cristina sabe que ha mentido y que el memorando firmado con Irán solo buscó encubrir a los acusados. Nada hay que probar". ¿Cómo remontar ahora esos dichos? Fernández afirmó con toda mesura (esa que por estos días ha perdido ante las consultas periodísticas) que aquellas opiniones no fueron jurídicas, "sino políticas". ¿Qué quiere decir esto? ¿Que es lícito decir una cosa y después lo contrario? ¿Que la mentira está habilitada como arma de la política? A la vista de lo que ha defendido durante tantos años, y de lo que defiende ahora, habría que reconocer allí la coherencia de este equilibrista en apuros.