Narciso de Caravaggio |
Declararse o ser considerado progresista equivale, en nuestros días, a tener asegurado el paraíso, por lo menos en este mundo. El rótulo de “progresista” es como un salvoconducto que abre, a todo aquel que lo posea, las puertas del éxito en el campo de la política, de la sociedad, de la cultura. Ahora bien, ¿cuál es la configuración intrínseca de este apreciado estado?
La génesis del mismo se encuentra en la aplicación de la noción de ideología (que aparece por vez primera en la Ideología alemana[1]) al mismísimo marxismo. Esto da paso a la ideología hegemónica actual: el sociologismo.
Este sociologismo, que se presenta como progresismo, sostiene que todas las perspectivas de pensamiento, la marxista incluida, no expresan nada de eterno, de transhistórico, sino que están siempre ligadas a ciertas situaciones sociales y sólo en referencia a las mismas pueden ser entendidas. El progresismo sociologista ha destruido nada más ni nada menos que a aquella columna que es el centro de todo hombre y que desde los albores de la filosofía griega se llama ser, logos, sentido.
Este sociologismo, que se presenta como progresismo, sostiene que todas las perspectivas de pensamiento, la marxista incluida, no expresan nada de eterno, de transhistórico, sino que están siempre ligadas a ciertas situaciones sociales y sólo en referencia a las mismas pueden ser entendidas. El progresismo sociologista ha destruido nada más ni nada menos que a aquella columna que es el centro de todo hombre y que desde los albores de la filosofía griega se llama ser, logos, sentido.
Permítasenos citar estas palabras de Mattéi: "Delenda cultura est: éste es el tañido fúnebre moderno de la barbarie que descompone, deconstruye y destruye, arruina, en una palabra, todas las columnas de la civilización que elevan al hombre por encima de sí mismo. El bárbaro, tal como lo vieron Nietzsche, Simone Weil y Hannah Arendt, es el destructor de columnas, el que la derriba en el fango o la vacía de su interior, haciendo del mármol arena, y de la arena, nada"[2].
Sin la existencia de una realidad permanente (excepto la permanencia de la nada), el progresista se ordena, con toda su libido dominandi, a la conquista de lo único indiscutible: las necesidades puramente vitales las cuales deben ser aseguradas por un orden jurídico que debe, democráticamente, acompañar todas las peticiones de este “narciso” dominado por la fobia a lo universal, a una columna[3].
Las cuestiones últimas ceden su paso a lo inmediato, que es como decir, lo esencial a lo superfluo. Franco Rodano ha calificado a esta sociedad sin valores como una sociedad de la opulencia. Es la sociedad, nos dice Rodano, de los hombres vacíos, “… seres carentes de fines, sin valores… seres que sólo se sienten vivos en las pulsiones abstractas del sexo o en los sobresaltos súbitos e imprevisibles, en los desahogos de una esporádica y fatua anarquía”[4]. De allí, refiere Augusto Del Noce, la unión entre primitivismo instintivo y técnica [5]. Esta última permite al hombre de la sociedad opulenta satisfacer todo su eros instintivo. Liberarse de la alienación significa, para la sociedad progresista de la opulencia, liberarse de una secular represión e inhibición de los instintos.
La ética progresista encuentra su centro en el primado de la acción. Primado de la acción quiere decir interpretación de la vida espiritual como una permanente superación de todo aquello que es dado, lo que implica una desacralización y una negación de la tradición. De allí que la búsqueda del progresista no se ordene hacia la verdad sino hacia la novedad, hacia la eficacia. Su elección no se debate entre la verdad y el error sino entre lo nuevo y lo viejo: y lo nuevo siempre direccionado a las ventajas que pueda obtener en orden a su acrecentamiento puramente vital.
Hombre escéptico, amante sólo de ventajas, traidor por principio, apto para “todo terreno” (incluido el del mal), convierte lo que toca en un basural tóxico dentro del cual se hace muy difícil sobrevivir. Su desprecio por la naturaleza y los fines propios de las cosas hace que las instituciones en donde ellos estén se vacíen de contenido: en lugar de servir éstas a los fines propios para los cuales fueron creadas, pasan a ser instrumentos de los intereses, siempre cambiantes, de sus anéticas voluntades progresistas.
A modo de conclusión, nos preguntamos: ¿llegará el día en que “el ojo del alma, verdaderamente enterrado en algún bárbaro cenegal, sea extraído muy dulcemente por la dialéctica y conducido hacia arriba?”[6]. ¿Se podrá recuperar, definitivamente, la columna y, en consecuencia, lo “humano” del hombre?
Notas
[1] Voz Idéologie. En Dictionnaire critique du marxisme. Paris, Presses Universitaires de France, 1982, p. 440.
[2] Jean-François Mattéi. La barbarie interior. Ensayo sobre el inmundo moderno. Bs. As., Ediciones del Sol, 2005, 1ª edición, p. 177.
[3] Utilizamos la imagen de la columna ya que fue ésta el primer símbolo de la elevación del hombre por encima de sí mismo, a la altura de lo divino.
[4] Franco Rodano. “Il proceso di formazione della ‘società opulenta’ ”. En La Rivista Trimestrale, 1962, 2, p. 324.
[5] Cfr. Augusto del Noce. Il problema dell’ateismo. Bologna, Il Mulino, 1990, 4ª edizione, p. 319.
[6] Platón. República, VII, 533 d.
Publicado originalmente en
¡Fuera los Metafísicos!