HANNAH ARENDT

En 1951, Hannah Arendt escribió: "El sujeto ideal de un régimen totalitario no es el nazi convencido o el comunista comprometido, son las personas para quienes la distinción entre los hechos y la ficción, lo verdadero y lo falso ha dejado de existir".

domingo, 1 de julio de 2012

EL PAÍS DE LAS PALABRAS PROHIBIDAS


El 1° de julio de 1974 murió Perón. Acaso la gente que fue a verlo por última vez no sólo quería retener su imagen, sino la de un país que parecía esfumarse sin remedio. Llovía... Y en esa vastedad desamparada, en esa versión desconsolada del invierno argentino, la lluvia salpicaba la soledad de las calles: suave y empecinado, su frágil aliento no alcanzaba a conmover el silencio de las puertas trabadas, pero repartía tristeza casa por casa.VER MÁS
 Húmeda, fría y gris, la desolación no tenía final. La enorme Buenos Aires era un páramo de ausencias; todo estaba quieto, suspendido, clausurado. Sólo en los andenes se reunían puñados de multitud que esperaban casi sin hablar ni mirarse, con ojos rojos de penar: muchos no habían terminado de llorar en la intimidad cuando se pusieron en marcha, apurados por un impulso incontenible. Entonces, como un espectro en viaje, llegaba un tren sin guardas y se detenía en una estación de boleterías cerradas. La gente subía y partía hacia el único encuentro posible en aquel día abrumado: con los compañeros del dolor que formaban largas, indescifrables y desesperantes colas para llegar allí donde yacía el muerto tan amado, para verlo por última vez. 

Era uno de esos días marcados por la historia; no había modo de no darse cuenta. Pero cuando la historia duele, no dan ganas de asomarse a vivirla. Sólo una poderosa fidelidad empujaba el paso de la apesadumbrada multitud.
Aquel 1º de julio de 1974, miles y miles de hombres y mujeres se pusieron de pie para ir a despedir los restos del líder político que dejó la más profunda marca en la historia argentina del siglo 20. Las escenas de congoja sólo podían compararse con las que acompañaron la muerte de Evita, en 1952, o la de Hipólito Yrigoyen, en 1933.
Acaso la gente que fue a verlo por última vez no sólo quería retener su imagen sino también la de un país que parecía esfumarse sin remedio. Y en el horizonte asomaba un abismo que sería mucho más hondo y oscuro del que los presentimientos pudieron alcanzar a proyectar.
A principios de siglo, la clase media, los trabajadores rurales, los hijos de inmigrantes habían encauzado sus aspiraciones de asomarse a la luz social del país a través del partido radical que encabezaba Yrigoyen.
Luego, los hijos del país industrial (no sólo obreros, sino también la nueva burguesía y otros sectores con objetivos similares) llevarían adelante el nuevo movimiento nacional.
El peor adversario de ambos movimientos fue el odio social: el sector dominante y sus acólitos, la Argentina “blanca” no toleró el ascenso de la “chusma”, que los “cabecitas negras” tuvieran derechos y aspiraciones.
Claro, la intolerancia recíproca terminó generando algunos de los capítulos más trágicos de la convivencia argentina.
La historia, como siempre, está auspiciada según las pasiones y los intereses de quienes la repasan; por eso es que tan poco aprendemos de ella. Hoy, la mayoría de las decisiones políticas que lleva adelante el Estado va hacia atrás, es decir a recuperar un estado de cosas que se empezó a perder hace décadas. Y acaso eso es avanzar.
No parece sencillo contarles a las generaciones más frescas que en este país (aun en nombre de la democracia) se proscribió la voluntad de las mayorías durante 18 años, es decir se gobernó de espaldas al proyecto y a la voluntad del pueblo (¿puede imaginarse una violencia y una corrupción política mayor?).
Entonces, durante todos esos largos años de un inmenso país en las sombras, había un apellido que no se podía decir ni escribir.

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