La retórica política del actual gobierno nacional ha traspuesto el término “secuestro” de su escalofriante realidad literal al terreno de la metáfora, con una aplicación decididamente menor: el “secuestro de los goles”. Por qué no, entonces, jerarquizar la metáfora, aplicándola a una realidad inmensamente más importante: la función de la verdad y la veracidad en la vida social. En este sentido, asistimos hoy a lo que se podría llamar “el secuestro de la realidad”, que se viene perpetrando gradualmente a lo largo de los últimos años, tergiversando estadísticas, impidiendo el acceso a la información pública, sustituyendo la transparencia republicana de los actos de gobierno por un sistemático secretismo, desmantelando mecanismos de control, evitando el intercambio con la prensa libre, dilapidando ingentes recursos públicos en propaganda política partidaria, verticalizando hasta el extremo los procesos de decisión, y construyendo relatos que omiten o disfrazan los aspectos más básicos y visibles de la realidad.
Todo ello tiene un fin claro: el monopolio discursivo, la imposición de una interpretación única y última de la realidad, la difusión con los medios del Estado de una ideología con visos de religión laica, vitalizada por la confrontación permanente. Este propósito encierra, de modo por ahora virtual, una indisimulable violencia: si sólo una voz tiene derecho a hacerse escuchar, a saber, la que resuena a través del micrófono presidencial con el respaldo de todo el poder, las restantes deben llamarse a silencio o transformarse en meros ecos de aquella fuente original de sentido.
Pero el monólogo “desde lo alto”, agresivo y autoritario, escapa inevitablemente al control de quienes lo generan, y se expande en todos los sectores de la sociedad y en distintas direcciones, desgarrando fibra a fibra el tejido de la amistad social, y produciendo un vacío de diálogo y de comunicación que es ocupado invariablemente por la confrontación de poderes fácticos. Los reclamos ya no se canalizan en el debate público orientado a su composición, sino que se expresan directamente en medidas de hecho, cada vez más prepotentes, arbitrarias, y desconsideradas para con los legítimos derechos e intereses de otros. Medios de transporte paralizados a expensas de millones de usuarios, huelgas “preventivas” o de presión en el curso de negociaciones salariales, cortes sistemáticos de avenidas y autopistas vitales, bloqueos de fábricas, por poner sólo algunos ejemplos de lo difícil que nos está resultando a los argentinos vivir en sociedad.
Sin duda, en fenómenos como éstos son reconocibles los “demonios” de nuestra cultura, que no son monopolio de un gobierno, un partido o un sector social, pero también es cierto que una responsabilidad especial corresponde a las autoridades que, luego de invocarlos en su provecho, se transforman en víctimas de su propio aquelarre.
Nada podría ser más ilustrativo de esta situación que la catástrofe ferroviaria de Once. Ante los 51 muertos y más de 700 heridos, la reacción presidencial se inició con un silencio prolongado e inexplicable, seguido de un discurso encendido, solipsista y autoexculpatorio, para concluir con una módica e incruenta liturgia de expiación: el inconfesado pedido de renuncia al Secretario de Transporte. Nuevamente el secuestro de la realidad: difícilmente, en el estado actual de las instituciones, pueda indagarse seriamente la verdad acerca de la oscura trama de los subsidios, la corrupción de los empresarios o la impericia de los organismos de control. Lo más probable a esta altura es que el descalabro del sistema ferroviario que esta tragedia puso de manifiesto quede oculto bajo el rótulo inocuo que la presidenta le asignó: “una asignatura pendiente”.