Si orientamos la brújula en la dirección correcta, podremos atisbar a proa que la marea que marea es el coqueteo irresponsable con lo divino.
Un día como hoy –un 10 de abril, pero de 1912– zarpaba el Titanic hacia su trágico destino. Y en esta misma semana, pero ya no hace 100 años sino un poco más de 3.300, en otro mar, las mismas aguas cristalinas opacaban el ánimo de miles de soldados egipcios que, al mando de un faraón tirano (difícil no serlo en ese rol), perseguían a muerte a un grupo de esclavos ya hartos de siglos de opresión.
¿Qué es, si acaso lo hay, aquello que une a estos dos sucesos de la historia?
¿Qué se teje bajo la superficie de un barco único en su tipo, un transatlántico de “culto” (no es casual la palabra) y del relato bíblico que da origen a la festividad de Pesaj , la antecesora judía de la Pascua cristiana?
Me parece que tras tanto oleaje, si orientamos la brújula en la dirección correcta, podremos atisbar a proa que la marea que marea es el coqueteo irresponsable con lo divino.
Mil trescientos años antes de la era común, en pleno Egipto, a nadie se le ocurría cuestionar el origen del faraón, una especie de representación humana de Ra, el dios sol, destinado por la eternidad a sostener en cada generación de su familia el báculo real.
Toda la corporación sacerdotal que alentaba esta idea implicaba trabajar en pos de un ejercicio cultural paradigmático, encaminado a hacer creer a las masas que el orden natural era el mismo que debía perpetuarse en el orden social. Vale decir que aquel que había nacido esclavo, así lo seguiría siendo a través de sus tataranietos, por los siglos de los siglos, y amén. Por supuesto, quienes se hallaban en lo alto de la pirámide (¡social!) también permanecerían allí para siempre, intocables. Y entre ellos, en la cúspide, el faraón.
He aquí que ante este modelo, se presentó un tal Moisés, imbuido de un mensaje revolucionario basado sobre el descubrimiento de la idea del monoteísmo ético que promovía la igualdad de toda la raza humana ante un Dios que demandaba precisamente ese trato equitativo. Su planteo fue sencillo y enorme al mismo tiempo: el orden social no responde a la naturaleza. No es cierto que la sociedad sea algo cíclico, repetitivo y eterno.
Sólo afirmando que lo que ahora es así no necesariamente deberá seguir siendo igual, Moisés y el pueblo judío lograron terminar, al menos de manera parcial, con uno de los regímenes más opresivos de la historia.
El faraón y su séquito coquetearon con lo divino, disfrazándose de eternos, y terminaron ahogándose en sus propias aguas.
Distinto, pero a la postre similar, tal vez más disimulado o más elaborado, fue el suceso del Titanic. Allí fue la vanidad humana, encriptada en las bonanzas que trae la ciencia y la tecnología, la que estuvo por detrás del hundimiento.
No fue el iceberg el culpable de las 1.500 muertes del crucero. Eso fue evidentemente la punta del iceberg, pero lo que yacía en el fondo, bien profundo, era la certeza (absolutamente ingrata) de haber construido el barco invencible, la nave perfecta.
Si no terminamos de entender que la perfección está más allá de lo humano y seguimos apostando a coronar nuestro notable entendimiento por encima de toda duda, estamos condenados a volver a ahogarnos.
La ciencia sin conciencia es otro tipo de coqueteo con pronóstico reservado.
Parece ser, entonces, que si sostenemos un poco mejor los límites, y desde los poderes y desde los cerebros restringimos lo divino en el horizonte, para tenerlo en todo caso como norte pero nunca como destino real, estaremos más cerca de un buen puerto y probablemente lamentemos muchas menos víctimas.
Jag Sameaj , Felices Pascuas.