Uno de los métodos más eficientes para destruir una sociedad y generar para ella una nueva alternativa política consiste en destruir los símbolos que la representan, modificar sus pautas de conducta, vaciarla culturalmente y romper todo aquello que expresa el orden, la jerarquía y la autoridad. Hace poco dijimos que este proceso se desarrolla con una calculada velocidad para no despertar resistencias prematuras e instalar el acostumbramiento que facilite los cambios que se desea imponer.
A grandes rasgos podemos repetir aquello de “reemplazar a la vieja burguesía -la nuestra- por una nueva, distinta y difusamente progresista”, tal como lo preconiza el argentino Ernesto Laclau quien, desde Londres donde está afincado, alimenta doctrinariamente a Cristina Fernández, tan necesitada de argumentos que respalden sus contradictorios actos de gobierno.
Esta síntesis de la etapa que vivimos los argentinos tiene expresiones de todo tipo y profundidad. Sólo por remitirnos a los ejemplos más cercanos, recordemos por un instante lo ocurrido con la celebración de los doscientos años del nacimiento del Regimiento de Granaderos a Caballo y la implícita relación que mantiene este tema con la figura fundadora de la nacionalidad como lo es el general San Martín. También podemos acoplar a este caso la insistencia oficial en llamarlo “doctor” y quitarle el título de “General” que posee el creador de nuestra bandera, Manuel Belgrano. Los hechos abundan y nos demuestran la progresividad de lo que está en marcha y se remonta a un pasado relativamente lejano, cuando los combatientes setentistas estaban convencidos de imponerse por las armas a las fuerzas legales a las que despreciaban. Cuando entendieron la imposibilidad de la victoria, buscaron el camino alternativo: destruir a los principales responsables de la derrota para retomar una actividad revolucionaria pese a que el marco internacional se ha modificado substancialmente. Fuera de contexto, reemplazaron a las ideas con el acento del resentimiento y la voracidad por el dinero.
El proceso avanza en todos los órdenes, lo que incluye la inseguridad pública, que viene a reemplazar a las organizaciones armadas y ocupa su lugar: lo que importa es alterar la estabilidad social, generar el miedo y eliminar la lógica y la moral de los códigos y las resoluciones judiciales e incorporar jueces, muchos de los cuales sólo tienen las apariencias. El convencimiento de la prevaricación se extiende como una telaraña enfermiza.
La inseguridad, plagada cada vez más de anécdotas sensibles que permiten presumir que ha comenzado a perderse el control, abarca todos los órdenes y contribuye a definir el país invertido, “el país del revés” del que tanto se habla y ningún político enfrenta. En el campo militar, poco a poco se cortan las carreras de los mejores y se privilegia a aquellos cuyo perfil es maleable y alejado del sentido fundacional que posee la tradición. La gravedad es de tal magnitud que sólo admite compararla con el factor económico, financiero y técnico, la desnaturalización del pasado y la ponderación de quienes fueron traidores o incapaces. Seleccionar a los peores para ocupar puestos jerárquicos que requieren idoneidad en todos los sentidos forma parte de este proyecto. ¿Acaso puede entenderse que se ignoraba que Amado Boudou era inepto para ser vicepresidente de la República o que un secretario de Estado ostente armas y desafíe a boxear a empresarios o amenace a otros funcionarios…?
Las policías en general no escapan a este proceso doloroso. Sin entrar en detalles cuya difusión perjudicaría a los involucrados, hoy hablaremos de lo que ocurre en la Federal, donde se han creado diferencias con la Gendarmería Nacional, a la que se dio intervención en los delicados temas del complejo manejo de problemas públicos que requieren experiencia, especialización y estudios especiales. El choque -los roces, si se prefiere- entre ambas Fuerzas era previsible e inevitable y la situación afecta seriamente a la población. Por un lado, los criterios enfrentados desmerecen los buenos resultados posibles y por el otro, las fronteras desguarnecidas contribuyen al narcotráfico.
A esta altura de la situación, que además se caracteriza por la inacción de todos los involucrados para evitar falsas denuncias y severas consecuencias personales, aparecen los jóvenes rentados de “La Cámpora”, para cumplir funciones más “importantes” que la de simples “aplaudidores”. En modernos automóviles y munidos de credenciales que los acreditan como dependientes de la Presidencia de la Nación, buscan trabar amistad con personal subalterno que cumple funciones en la calle. Con estudiada amabilidad, lo interrogan sobre el comportamiento de sus superiores -incluso el Comisario- y la opinión que les merece la gestión que cumplen. Si encuentran buen ánimo en el interrogado, tratan de avanzar en el campo de las ideas políticas y otros asuntos que puedan ser de interés para la mentalidad paranoica del kirchnerismo. Hasta ahora, los avispados policías ponderan a sus superiores (a los que, dicho sea de paso, informan en detalle acerca de lo que ocurre) y luego frenan sus comentarios, pero el objetivo se ha cumplido: la ruptura de la disciplina interna a través del miedo, para generar una atmósfera especial, tan disolvente como la que con métodos parecidos se busca instalar en el ámbito militar y en toda la administración pública. Cuando ésta pasa a depender de personajes arbitrarios de segundo o tercer orden, sin políticos que cumplan su función, de la incertidumbre que hablamos la última vez pasamos a la certeza de un escenario dramático y cercano.