El Gobierno, dispuesto a bailar en el Titanic. |
Por Sergio Rubín/Tribuna de Periodistas.-
En momentos en que en la región metropolitana suben los contagios de coronavirus, lo que anticipa una extensión de las restricciones hasta vaya uno a saber cuándo, y la situación social sigue deteriorándose, la tensión política escala. El anuncio del presidente Alberto Fernández de avanzar en la expropiación de la empresa Vicentín terminó (¿terminó?) de caldear los ánimos, alejando la posibilidad de consensos para afrontar la debacle económica que dejará la cuarentena.
Ya antes otras decisiones del oficialismo -con la indiscutible mano detrás de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner- habían tensado la cuerda. Como la decisión –por citar otro caso- de aprobar en el Senado la quita de las escuchas telefónicas por presuntos delitos a la Corte y regresarlas al ministerio de Justicia, donde el hombre fuerte como viceministro es un furioso cristinista: Juan Martín Mena. Esto a pesar de que el Congreso solo está habilitado para tratar proyectos vinculados con la pandemia.
Preocupada, la Iglesia salió en los últimos días a pedir que baje la tensión y se trabaje mancomunadamente en la búsqueda de respuestas a la crisis. En un inusual videomensaje, el presidente del Episcopado, el obispo Oscar Ojea, advirtió que tras la larga cuarentena “vamos a vivir la pandemia del hambre y la desocupación” e incluso “la pandemia de las luchas de poder”, por lo que exhortó a afrontarlas “unidos” en lo fundamental, pero sin “sin caer en la uniformidad, que quita libertad”.
Ojea señaló, además, que “se percibe un desencanto grande en nuestra gente en estos días por nuestras divisiones y grietas". Una afirmación que una fuente cercana al obispo completó con el anhelo de la Iglesia de “no sumar en este momento tan delicado cuestiones que dividen”. Lo cual no quita –aclaró- que en el caso de la empresa Vicentín la Justicia investigue si hubo dolo.
La prudencia de los gobernantes debería redoblarse para resguardar una convivencia mínima.
Acaso muchos argentinos consideren este tipo de exhortaciones de la Iglesia como parte de su catálogo de buenas intenciones que quedan en eso, a quien nadie con poder le presta atención. O que los obispos dicen cosas de circunstancia para quedar bien. ¿Quién le prestó atención al pedido del arzobispo porteño, cardenal Mario Poli, en el reciente tedéum del 25 de Mayo, de “no caer en ideologísmos, partidismos o internismos” en la cuarentena?
Desde la crisis de 2001 la Iglesia viene reclamando sin éxito consensos en torno a políticas de Estado en cuestiones como la producción y el trabajo, la lucha contra la pobreza y la educación. Todos los políticos en campaña dicen asumir la propuesta, pero aquellos que llegan al Gobierno la terminan archivando. Así le fue al país con la idea de sus gobernantes de que ellos solos pueden sacarlo adelante, pero mientras tanto la crisis se profundiza.
La “ingenuidad” de los obispos podría ser un dato menor, irrelevante, si no fuera porque advierte sobre situaciones muy graves: el aumento de la tensión política, bien atizada por el oficialismo, es un cachetazo a millones de argentinos que la están pasando mal y la van a pasar peor. Querer sacar ventaja política -o judicial buscando impunidad- en medio de tanto dolor es a todas luces una inmoralidad.
Pero, sobre todo, fogonear el conflicto en estos momentos constituye una gran irresponsabilidad. El obispo de Morón, Jorge Vázquez, destacó hace poco que el trabajo solidario de la Iglesia -junto con otras instituciones y organizaciones sociales- “está impidiendo (por ahora) desbordes sociales”. Valdría la pena que el Gobierno tomara nota. A no ser que le guste bailar sobre el Titanic.