HANNAH ARENDT

En 1951, Hannah Arendt escribió: "El sujeto ideal de un régimen totalitario no es el nazi convencido o el comunista comprometido, son las personas para quienes la distinción entre los hechos y la ficción, lo verdadero y lo falso ha dejado de existir".

miércoles, 25 de marzo de 2015

DETRÁS DE ANÍBAL ESTÁ LA PRESIDENTA.


    Por Luis Majul.- Supongamos, por un momento, que las falsas acusaciones y descalificaciones personales contra Alberto Nisman son verdaderas. Demos por sentado, como vomitó Aníbal Fernández, que el fiscal haya sido un "turro", un "atorrante"; que haya utilizado dinero para pagar a chicas de alquiler; que haya radicado una cuenta con dinero negro en el extranjero y que se haya quedado con la mitad de los honorarios que debía percibir su asistente informático, Diego Lagomarsino.
Aceptemos, como si fuera verdadero, –aunque se probó todo lo contrario– que el fiscal tenía una relación íntima con Lagomarsino, como destacó en seis oportunidades la Presidenta Cristina Fernández; o que se drogaba, como divulgaron fuentes del gobierno; o que se suicidó y que para animarse tomó cantidades incalculables de vodka, como se escribió desde una página oficial del Ministerio de Justicia. Tomemos como cierto el delirio de plantear que la denuncia de Nisman no fue redactada por él sino por los hombres de Jaime Stiuso. Y vayamos todavía más lejos: anticipemos que la Sala I de la Cámara Federal va a desestimar la investigación que quisieron proseguir no solo Nisman, sino también los fiscales Gerardo Pollicita y Germán Moldes. Y descontemos que lo va a hacer porque dos de sus integrantes, Eduardo Freiler y Jorge ‘Pati’ Ballestero, creen que no hubo delito de encubrimiento porque las alertas rojas de Interpol para los exfuncionarios del gobierno iraní sospechados de haber sido los autores del atentado contra la AMIA nunca se terminaron de levantar.


 Pues bien. ¿Esto mejoraría o modificaría el comportamiento cobarde y miserable del jefe de gabinete de ministros, de ensuciar a quien no puede responder, con el objetivo de deslegitimar su denuncia? ¿Esto justificaría la pésima reacción de la Presidenta, quien no solo olvidó presentar a la familia las condolencias por la muerte de Nisman, sino que después jugó al detective planteando hipótesis contradictorias que siempre terminaban en la conclusión de que la verdadera víctima del hecho era ella misma? ¿Serviría para olvidar que el Estado no cuidó como debía al fiscal que investigaba la causa de terrorismo más importante de la Argentina? ¿Serían útiles los insultos para dejar de recordar que a Stiuso, ‘el peor de todos’, lo utilizó este gobierno durante doce años con el objeto de pinchar teléfonos y extorsionar a opositores políticos, sindicalistas, empresarios periodistas y jueces? Ahora, los analistas más mezquinos están pendientes de cuánto habría afectado ‘el caso Nisman’ la intención de voto de la propia jefa de Estado y de los demás candidatos del Frente para la Victoria. Porque parecería que no habría impactado ‘tan negativamente‘ de como venían sosteniendo ‘los medios hegemónicos‘. Como si la desaparición física del fiscal ya hubiera sido olvidada y solo apareciera como una variable de preferencia electoral. 

Como si no constituyera un antes y un después, igual que otros casos distintos pero de impacto similar, como el del soldado Omar Carrasco, la niña María Soledad Morales, el reportero gráfico de Noticias, José Luis Cabezas o los militantes sociales Maximiliano Kostecki y Darío Santillán, para citar solo algunos de los más emblemáticos. Como si se descontara que la mayoría de los argentinos solo votan con el bolsillo, el estómago o la posibilidad de comprar en cuotas una heladera o los últimos zapatos de moda. Para todos ellos, para todos los que propinan golpes bajos y creen que no sufrirán las consecuencias, hay malas noticias: tarde o temprano, la mayoría de los argentinos les pasará la factura. Como se la pasaron a Carlos Menem después de que perdió el invicto en las presidenciales de mayo de 2003. Incluso muchos de los que hoy aplauden ‘las ocurrencias’ del jefe de ministros, como si se tratara de un humorista, un especialista en stand up o un payador que le pone la tapa a su ocasional entrevistador. Menem era rubio alto y canchero, cuando todavía tenía poder y ‘perfume’ de invencible. 

Los periodistas que mostramos la pista de Anillaco, criticamos que hubiera pasado una cabina de peaje de la ruta dos con su Ferrari a cerca de 200 kilómetros por hora o que hubiera privatizado sin ton y son, solo para facilitar el negocio de sus amigos, fuimos acusados, entonces, de desestabilizadores. Menem gozaba todavía de mucho poder. Y los voceros del gobierno insistían que la corrupción y la prepotencia de Estado solo importaban a un reducido grupo de porteños y no a los demás millones de argentinos. Un dato más, para tener en cuenta, ahora que el perro la quitaron el bozal. Aníbal Domingo Fernández no pronunciaría ni una sola palabra si no tuviera la orden explícita de la Presidenta de la Nación. Sus insultos y sus exabruptos tienen su sello personal, pero el permiso para propinarlos viene de más arriba. Fernández tiene el aval explícito de la jefa de Estado. Sus palabrotas y sus gestos de compadrito y maleducado están siendo convalidados y alentados por la máxima autoridad de este país. Es más: para eso lo pusieron de jefe de gabinete. 

Porque este es el ‘trabajo sucio’ y ‘denigrante’ que mejor le sale. Todavía cuenta con un ejército rentado de blogueros y tuiteros que festejan cada puteada como un gol de su equipo preferido. Pero cuando se termine la caja, hasta ellos y muchos de los soldados de Aníbal y de Cristina, van a saltar la trinchera. Y se van a empezar a transformar en los primeros conversos. Entonces ambos no tendrán más opción que cuidar la retaguardia. Esto es: enfrentar las causas judiciales que siguen abiertas, y con malas perspectivas. En el caso de la Presidenta, la de Hotesur, porque el juez Claudio Bonadio no quiere saber nada con recibir emisarios del gobierno en busca de una tregua. Y en el de Fernández, la de Fútbol para todos, porque la jueza Maria Servini de Cubría parece tener todo el tiempo del mundo para desentrañar lo que considera una presunta malversación de fondos públicos.

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