Además de la expropiación de YPF, el proyecto que discute el Congreso establece cambios que representarían el fin de la desregulación menemista. La disponibilidad del crudo, los precios y el abastecimiento de combustibles, subordinados al interés público. Junto a la propuesta de expropiación de la mayoría accionaria de YPF, el otro gran tema que incorpora en el escenario el proyecto enviado por el Ejecutivo al Congreso es declarar de interés público nacional “el logro del autoabastecimiento, así como la explotación, industrialización, transporte y comercialización de hidrocarburos”. A pesar de que el texto aparece en el artículo 1º, bastante por delante del que declara “de utilidad pública y sujeto a expropiación el 51 por ciento del patrimonio de YPF SA” (artículo 7º), el tema pasó por lo general inadvertido en los comentarios sobre el contenido de la ley. Al abarcar a toda la actividad vinculada con los hidrocarburos, el alcance de esta norma afectará a todas las empresas productoras, refinadoras, transportistas y comercializadoras, pudiendo establecer sobre todas ellas normas de actuación ajustadas al interés público antes que a las reglas de mercado. Ver más
Un ejemplo de ello –contrapuesto a la realidad actual– podría ser la hipotética decisión de obligar a las petroleras con red de estaciones en todo el país a vender sus productos al mismo precio en Capital Federal y en el interior, asegurando al mismo tiempo el abastecimiento en los distintos puntos de venta, sin discriminación. El proyecto que discute el Congreso establece expresamente en su artículo 2º, que será el Ejecutivo nacional el que “arbitrará las medidas conducentes al cumplimiento de los fines de la presente”, eliminando toda ambigüedad respecto de la división de funciones entre Nación y provincias.
La expropiación cambia el control de la principal empresa del sector, con posición dominante en varios de sus segmentos: YPF. Pero la declaración de interés público para los hidrocarburos impone límites a la aplicación de las leyes de mercado en toda la actividad petrolera, cualquiera sea la empresa que la ejecute. Si se aplica conforme a los alcances que le otorga la nueva norma, su sanción podría representar el fin de la desregulación. La acción privada no podrá ir en contra del “interés público nacional”, lo que significa que los ritmos de producción, los precios o el nivel de abastecimiento no podrán ser determinados en función del interés privado de lucro de una firma, si éste va en contra de aquél. La justificación para colocar al interés público por encima de las leyes de mercado es clara: el fin social que cumple el abastecimiento de hidrocarburos y sus derivados. Es por ello que algunos analistas consideran que la misma definición debería ser extensiva a todos los bienes y servicios energéticos.
La ley de hidrocarburos 17.319, del año 1967, establecía que las empresas concesionarias debían garantizar la máxima producción compatible con la explotación adecuada del yacimiento y una conveniente conservación de las reservas. Es la cláusula de la que se tomaron las provincias para poder rescindir los contratos a YPF aún en manos de Repsol. Pero no podían ir más allá. La nueva ley enviada al Congreso pone un instrumento mucho más poderoso en manos del Ejecutivo nacional.
La desregulación menemista estableció la libre disponibilidad del crudo extraído. En la práctica, las empresas petroleras se adosaron la libre disponibilidad de las reservas, al agotarlas sin preocuparse por su reposición. También se desreguló en esa etapa la distribución de la renta, al eliminar el tributo del 10 por ciento sobre el valor del crudo que ingresaba a refinería, que se destinaba a la construcción de represas hidroeléctricas. El impacto fue que por más de una década (hasta después de 2003) no se inició una sola represa, mientras que las petroleras se embolsaron 400 millones de dólares adicionales por año.
La libre disponibilidad del recurso fue responsable, además, de que desde la privatización (1993) hasta fines de la misma década se construyeran varios gasoductos, pero ninguno para el mercado interno. El país llegó a exportar un tercio de su producción (un millón de metros cúbicos por cada dos millones para el consumo local), al amparo de los remunerativos precios internacionales y mientras se agotaban las reservas.
El desastre petrolero y gasífero empezó con la desregulación, ya antes de la venta de YPF a Repsol. El Título 1 de la Ley de Soberanía Hidrocarburífera apunta a ese plano, a ese agujero negro de la política energética. La puesta en producción de todas las áreas concesionadas es un objetivo de interés público, como así también el aumento de la capacidad de las refinerías, la extensión de la red de gasoductos a todas las provincias o la provisión de gas en garrafas a precios accesibles. Lograr el autoabastecimiento y una oferta a precios razonables significará tomar decisiones en toda la cadena de valor, que la nueva ley obliga a que se rijan por el interés público y no dejarlas libradas a criterios de mercado. Las asociaciones con capitales privados que se analizan en estos días, desde la intervención de YPF, tampoco deberían seguir criterios de retribución en función del precio internacional, excesivamente elevado en relación a los costos internos; además, fluctuante en el corto plazo por la especulación financiera. A partir de la ley de recuperación de la soberanía de los hidrocarburos, el Gobierno tendrá una herramienta eficaz para establecer otro marco más favorable al interés público enunciado.