Siempre hay opciones. |
Por Nicolás Lucca/Tribuna de Periodistas.-
Cuando era chico, mi abuela Hortensia, una mujer del interior, pretendía que no me alejara mucho en la calle asustándome con el Hombre de la Bolsa, un sujeto que robaba niños y nunca más volvían a ver a su familia. Tentador. Mis padres me decían que si seguía jugando a cruzar los ojos podía venir un viento y dejarme bizco para siempre. También afirmaban que juntarme con un chico del barrio cuyos padres estaban separados podía traerme problemas. Y podría sumar a este listado que una vez tuve un jefe que me contaba cosas horribles –e inchequeables– de su competencia.
Si paso en limpio, podría decirse que mi abuela tenía miedo de que me perdiera, que mis padres temían a su propio divorcio y que aquel jefe tenía miedo de que me fuera a trabajar en mejores condiciones. Pero mis padres terminaron por divorciarse y yo cambié –una vez más– de laburo. La única que se salvó fue mi abuela. Y los ojos que me quedaron derechos.
El miedo es una de las formas de poner orden y no es un método del otro mundo ni nada por lo que debamos protestar, ya que está en nuestra vida cotidiana aunque no lo notemos. La presencia de un policía en la esquina, independientemente del concepto que tengamos de la fuerza de seguridad, lleva a que nos comportemos mejor, a que tengamos más cuidado de infringir las normas ¿Por algo en particular? Es obvio: ese señor, señora o señorita de uniforme tiene la posibilidad de disponer de nuestra libertad.
La mismísima teoría de la pena tiene, entre sus infinitas vertientes de justificación filosófica, al miedo como fin: saber que podrías ir preso es motivo suficiente para que no cometas un delito. Ya sé, podrás tomarte a joda esto que acabo de decir, pero pensá por un segundo qué pasaría si el homicidio no estuviera penado, o si el robo fuera legal.
Luego vienen los artilugios, las avivadas: el cartelito “Cuidado con el Perro” aunque del otro lado de la reja no encontremos ni un Yorkshire sedado, cámaras de seguridad que no conectan con ningún monitor, o el clásico de las costas argentinas: la bandera de “mar dudoso” permanente, para que tengas un poquitín de cagazo a meterte al agua.
Meter miedo por el miedo propio: miedo a que te roben, miedo a que se te ahogue un tipo.
«El hombre que siente miedo sin peligro, inventa el peligro para justificar su miedo», leí que dijo una vez Johann von Goethe y me quedó grabado para siempre. Para quienes hemos navegado por los océanos de la psiquiatría, comprender la paranoia es vital: tenemos miedo e inconscientemente inventamos peligros ficticios para justificar ese miedo. Claro que en estos casos el temor que sentimos es el miedo a la vida misma.
En el caso de las relaciones interpersonales no es muy distinto, sólo que el destinatario es el otro. En eso que hoy llamamos relaciones tóxicas, o en las relaciones violentas, la inculcación del miedo no falla nunca: si te vas te mato, si me dejas me mato, divorciate y no ves más a los chicos, si decís tal cosa te dejo sin laburo, dame que te reviso el teléfono, si volvés a hablar con esa persona te fajo. El mecanismo se repite: el emisor busca que el destinatario sienta más miedo que el que él mismo siente.
Cuando alguien quiere meterte miedo hay que preguntarse a qué le teme él. No falla nunca. Alguien seguro de sí mismo no busca meterle miedo a nadie. Alguien con la mente tranquila no busca amedrentar a nadie. Alguien que no teme a las preguntas no contesta con ataques.
Y aquí estamos, con una clase dirigente que mete miedo. No es que sus integrantes dan miedo porque son feos: lo generan adrede. Y como si se tratara –perdón la redundancia– de una relación violenta, la culpa es, de modo obvio, nuestra.
Nunca en la vida una actividad al aire libre puede generar miedo, salvo que se trate de una prueba de tiro. Sin embargo, un grupo de personas sale a correr de madrugada por Palermo y es culpable de que ocho horas después haya saltado el número de contagios por Coronavirus en González Catán, a unos 30 kilómetros de ridiculez sanitaria.
Y aquí estamos, con un ministro de Salud que no puede levantarse de una silla sin agitarse y un Presidente incapaz de correr a Dylan, pero que sí tienen el aire suficiente para culpar a las personas más saludables de la sociedad. Saludables en lo físico, porque yo estaré empastillado, pero ni en el peor de los picos psicóticos te salgo a correr con este ofri de madrugada. Ni con calor. Ni de tarde.
Jamás de los jamases dos personas que hablan por teléfono se contagiaron de nada entre ellas. Antes de que me trates de idiota, pensá en la distancia. ¿Cómo te vas a contagiar por teléfono si estás a 5 kilómetros? ¿Cómo te vas a contagiar hablando en persona si estás con barbijo y a tres metros?
Y así y todo nos meten miedo.
Ahora la idea es que los medios, que los periodistas, que nosotros nos centremos en el número de muertos, que le pongamos nombre y apellido. Hay que centrarse en los muertos y no en la cantidad enorme de recuperados y de personas que ni pasaron por terapia intensiva ni estuvieron internadas. Lo muertos. ¿Motivo? Asustar, dar miedo, que la gente tome conciencia de la proximidad de la muerte. Como si la vida no fuera, precisamente, todo lo que hacemos antes del inevitable final.
¿Lo peor? Todos los colegas y sus jefes que se prendieron. Algunos porque son tan chupamedias que no entiendo cómo no se les ampolla la lengua. Y otros –la inmensa mayoría de los que se prenderán– porque el lamento colectivo siempre garpa.
Y me parece bien que se haga un memorial a los caídos por culpa de una pandemia, del mismo modo que me gustaría que se le agregara que esta tragedia fue provocada por la falta de libertades de la ausencia de democracia de la dictadura comunista China. Una dictadura que violó derechos humanos de periodistas y médicos para ocultar información gravísima mientras el virus se esparcía por el mundo. De paso, espero que los colegas recuerden que la dictadura nos enchufó un montón de insumos que no alcanzan los agujeros para taparlos por inservibles. Pero con una frase del Martín Fierro en cada caja para que no nos olvidemos de cómo se originó todo esto.
Los memoriales son para las tragedias y acá no hubo sólo una causa natural. La tragedia se pudo haber evitado.
Del mismo modo que se pudieron haber evitado tantas otras de las que desconocemos u olvidamos los nombres de sus víctimas, así que paso a darles una mano con una tragedia tan evitable que las únicas fuerzas de la naturaleza que intervinieron fueron la de gravedad y la de inercia; el resto fue la corrupción:
Juan Carlos Alonso, Karina Altamirano, Jonathan Báez, Dionisia Barros, Claudio Belforte, Natalia Benítez, Federico Bustamante, Micaela Cabrera, Darío Cellie, Matías Cerrichio, Juan Daniel Cruz, Graciela Díaz, Sabrina Espíndola, Lucía Fernández Chapparo, Florencia Fernández Sugassti, Juan Frumento, Yolanda Galván, Carlos María Garbuio, Alberto García, Mónica Garzón, Marcela Gómez, Ranulfo González Centurión, Verónica González Franco de Martínez, Claudia Izzia, Fernando Lagrotta, Lei Jiang Yan, Nayda Lezano Alandia, Isabel López, Nancy López, Roberto López Pacheco, Alex Martínez, Lucas Menghini Rey, Marina Moreno, Miguel Ángel Nuñez Vilcapona, Lucas Palud Quini, Sofía Peralta, Silvia Pereyra, Gloria Pinilla León, Tatiana Pontiroli, Francisco Ramírez, Francisco Galo, Esther Reyes, Braulio Romero, Graciela Romero, María Scidone, Rosa Tévez, Sonia Torres, Gloria Troncoso, Nicolás Villalba, Pablo Zanotti, Cristian Zabala, Ana Zelaya y Ariel Zúñiga.
El listado que antecede es el de las víctimas mortales del choque de un tren desvencijado y podrido de óxido en la estación Once de Septiembre.
Pero para seguir dando una mano, porque es necesario concientizar a la gente, voy con otro listado:
Bernardo Aguirre, Raimundo Aguirre, Lucila Ahumada, Irene Arias Burgos, Juana Ávila, José Luis Barnetche, Nélida Bartolomé, Floria Benvenuto, Cora Carmona, Rita Cebey, Dora Chas, José Cid, Elba Cisneros, Jorge Colautti, Delia Colonna, Oscar Crippa, Jorge Díaz, Anastasia Ferreyra, Celia Galli, José Galzerano, Feliciana Garay Ruiz, Hilda Ghidini, Nilda Godoy, Carlos Golatilech, Haydee González, Nicolás Guerrero, Hugo Jurado, Rodolfo Jurado, Alberto Lancon, Leonor Lancon, Orlando Logiurato, Haydee Manise, Filomena Mannarino, Lía Marconato, Cristhian Mendoza Benítez, Fernando Mendoza, Esteban Monjes, Enrique Monzón, Felicita Morel, Elsa Páez, Eutimia Palomino, Guillermo Piotti, Anahí Posse, Nélida Reyes, Luis Rivero, René Rojo, Dora Romero, Enrique Salinas, José Sanzana Figueroa, Amílcar Scarlan, Juan Alberto Varela, María Velinzas, Juan Carlos García, Hebe Oleastro Ballve, Carlos Mancuso, Alberto Colombo, Alejandro Nuccitelli, Edgardo Reguera, Cristina Valcarce, Francisca Ibarra, Josué Suárez Salazar, Lidia Bártoli, Carlos Salagre, María Pacheco de Rojas, Ricardo Rojas, Dominga Araujo, Rosa Piñeiro, Carlos Méndez Roda, Dora Scaccheri, Juan José Martínez, María Elena Cazzola, Elida Bisceglia, Jesús Azcua, Gerónimo Kossman, Osvaldo Scafati, Ana Moreyra, Clara Venecia García, Elba Maquirriain, María Díaz, María Sánchez, Aurora Quesada, Juan Carlos Etcheberry, Octavia Cabrera, Eloísa Candia, Nelly Pelhan, Dolores Fernández, Fernando Peña, Horacio Albertella y Ricardo González.
¿Quiénes son? Los muertos de la inundación de La Plata por la que nadie, absolutamente nadie pagó una puta consecuencia.
¿Leíste bien los nombres de los dos listados?
Ahora pensá que tenían familia, pasado, proyectos, amigos, sueños, ganas de vivir. Pensá que de un segundo al otro lo perdieron todo. Pensá en sus seres queridos. Pensá en las raíces que quedaron petrificadas en la tierra recordando al árbol que nunca más crecerá ni dará sombra. Pensá que alguien tiene la culpa y no, precisamente, un virus.
Siguiendo la lógica del Gobierno, me pareció piola publicar todos estos nombres para que le tengamos miedo a viajar en transporte público y a las lluvias en pleno siglo XXI. Básicamente porque vivimos en un país en el que los gobernantes, nunca, jamás, never in the puta life se harán cargo de absolutamente nada de lo que les toca. Me encantaría publicar la lista de personas que van cayendo en la pobreza y no por la recesión, sino porque se les prohibe trabajar. Pero, como corresponde, quizá ese listado nunca se conozca –aunque la AFIP lo tiene– porque sería estigmatizante.
Y quizá ese sea el miedo que tienen y que buscan transferirnos a nosotros: el miedo a que esta vez no hay una hiperinflación de Alfonsín a la que culpar, el miedo a que esta vez no hay una década de políticas neoliberales a las que acusar por una crisis internacional mientras se levanta la soja a 600 dólares la tonelada. Esta vez es 110% de ellos. La crisis económica arrastrada es un hecho. El manejo de la pandemia, también. Que hayan hecho mierda lo poco que quedaba de la economía y que no sepan qué hacer con sus consecuencias es otro hecho.
Y el miedo que le tienen al pobre bien pobre de los asentamientos a los que les da culpa llamar villas miserias. A ese que sobrevivía de las changas que ya no puede hacer. A ese que vivía de los servicios prestados como jornaleros que ya no puede brindar. A ese al que estigmatizaron ellos mismos al encerrarlos en sus miserias. A esos a los que le tienen tanto miedo que causa gracia que los hayan usado durante tanto tiempo con tanto, pero tanto amor que no dejaron de multiplicar su pobreza.
Yo no tengo miedo. Yo, en lo particular, no tengo ningún tipo de miedo transferido. Me cuido, cuido a los demás, y no conozco mi futuro. Me puede tocar, pero más de lo que hago, no hay. Pueden venir a culpar a los runners que yo no corro ni a punta de pistola, pueden culpar a los que sacan a pasear al perro que me resbala, pueden culpar a los irresponsables que realizan visitas innecesarias que yo tengo pegada en la frente la imagen del abrazo de Alberto con Insfrán y un sinfín de violaciones de protocolo por parte de nuestros líderes. Pueden hacer lo que quieran pero siempre hay opciones: una es hacerse cargo y adoptar las medidas necesarias; otra es hacer la nada misma y que sea lo que Diosito quiera. Cualquiera de las dos puede fallar.
La que falla seguro, pero siempre, a la corta o a la larga, es la manía de transferir los miedos propios al otro.