Por Claudio Jacquelin/La Nación.-
Una vez más se demuestra que el reduccionismo que impone la lógica de la guerra no sirve para ganar las batallas por la paz.
Después de más 50 años de luchas que desangraron al país, el gobierno de Colombia se ilusionó e ilusionó al mundo con que había llegado la era de la pacificación y la unidad de un país que ha vivido más tiempo en conflicto que en armonía.
Sin dudas, a alguien se le pasó por alto cómo se llegó a este estadío en el que la fuerza guerrillera más antigua de América aceptó deponer las armas y sentarse a una mesa de negociación.
Si se arribó a esta instancia es porque las FARC hace tiempo que están derrotadas. Y fueron derrotadas, primero, en su legitimidad, debido al mayoritario rechazo de la población civil por sus prácticas brutales y por la desviación obscena de sus propósitos originales hasta para el más distraído de los colombianos, porque de la lucha armada por la igualdad a los negocios con el narco y el secuestro extorsivo sin justificación no se vuelve fácilmente.
Luego, fueron derrotadas militarmente porque esa deslegitimación permitió que paramilitares y fuerzas regulares las devastaran sin importar métodos, ni formas. Leyes, ni procesos.
Por eso, parece una ingenuidad, una irresponsabilidad o el fruto de un proceso casi patológico de negación de la historia reciente pensar que quienes le dieron carta libre al gobierno para combatir a la guerrilla, sin preocuparse por los derechos humanos de los miembros de las FARC ahora estuvieran dispuestos a concederles, sin más, derechos civiles y políticos.
Es muy difícil sumar en medio de tanta división. Al menos sin tener en cuenta algunas ecuaciones más complejas.
