Por Fernando Gonzalez, Director Periodístico/El Cronista.-
Cristina Kirchner es la contracara de Hernán Lorenzino, aquel ministro de economía que se quería ir. Cristina no se quiere ir. Ella quiere quedarse. Todos sus actos de los últimos días tienen el mismo trasfondo psicológico. Se aferra al poder como si esa abstracción fuera el único motor de su vida. Fue gobernadora por un día (antes que Néstor..., se ha preocupado en aclarar), diputada, senadora, primera dama y Presidenta. Son más de dos décadas viviendo en un mundo situado a veinte centímetros de la tierra de los demás mortales. Y le cuesta abandonarlo.
La victoria de Mauricio Macri parece haber despertado en la Presidenta ciertos estertores monárquicos. No quiso fotografiarse con él cuando lo recibió en la Quinta de Olivos. No quiso facilitarle el contacto de transición con sus ministros, una decisión que avergonzó a la mayoría de sus colaboradores y que terminó sepultada por una serie de encuentros más discretos.
Está dispuesta a disputar para que sea el Congreso el lugar donde le entregue el bastón de mando, y así sentirse acompañada por las barras de la militancia rentada. Y ayer firmó un decreto para anticiparse a devolverle a las provincias peronistas el 15% de coparticipación federal que la Corte Suprema le había devuelto una semana antes a Córdoba, Mendoza y San Luis, tres distritos donde el oficialismo había sido derrotado en forma contundente.
Nada es casualidad. Diez días antes de abandonar el poder, Cristina sigue confundiendo al Estado con un latifundio en el que puede hacer lo que quiere y sin rendir cuentas a nadie. Pero ese tiempo está terminando. Inexorable, se escribe el réquiem para otro émulo de Luis XIV. El Estado no es ella como no fue Perón, ni Alfonsín ni Menem. El 11 de diciembre, Macri será el protagonista de una nueva batalla entre la racionalidad institucional y el personalismo que se apoderó de tantos gobernantes de la Argentina para extraviarlos en un sueño fatuo de eternidad.