Por Rubén Ramallo/iProfesional.-
Las regulaciones y los intentos oficiales para evitar los incrementos en los valores de bienes y servicios vienen de larga data. Siempre arrancaron con marcado entusiasmo y alto impacto en la opinión pública, para luego ir diluyéndose. Cualquier parecido es pura coincidencia.
A lo largo de la historia, fueron muchos los gobiernos que por diferentes motivos intentaron doblegar la inflación mediante mecanismos basados controles de precios.
Esta insistencia parece ir a contramano de los resultados obtenidos en cada una de estas iniciativas, ya que si bien pudieron haber ayudado en el cortísimo plazo, la mayoría terminó fracasando.
Si se repasa la historia, se observa hasta casi un patrón común: se han lanzado con marcado entusiasmo -lo que genera un alto impacto en la opinión pública- para luego ir diluyéndose y dejando el problema de fondo invariable, con una desilusión final comparable con la euforia inicial.
Pero las ilusiones se renuevan en cada caso y, paradójicamente, siempre se mantiene la esperanza de que "esta vez si va a funcionar".
De hecho, si uno repara en las medidas tomadas hace cientos de años encuentra muchos puntos en común con las que se profesan en la actualidad.
Lo cierto es que la existencia de este tipo de regulaciones se remonta a muchos siglos atrás.
Ya en el Antiguo Testamento se insistía en que la autoridad debía poner un límite a los precios en el comercio entre las tribus de Israel.
Hubo muchísimos intentos de controles de precios a lo largo de la historia. Pero quizás el caso más famoso fue el que se implementó en Roma en el año 301, cuando el emperador Diocleciano emitió su "Edicto sobre Precios Máximos".
A través de esta medida, se buscaba regular el comercio de bienes y servicios dentro del Imperio romano, incluyendo tarifas de transporte y salarios de soldados y jornaleros.
Diocleciano -cuyo nombre completo era Cayo Aurelio Valerio Diocleciano Augusto- ocupó el cargo desde el 20 de noviembre de 284 hasta el 1 de mayo de 305.
Previamente había sido comandante de la caballería, y ascendió al máximo cargo tras la muerte del emperador Caro. Durante su reinado reorganizó las divisiones provinciales y agrandó el aparato estatal, creando el gobierno más grande y burocratizado de la historia de Roma hasta entonces.
Pero ese crecimiento -junto con la expansión de las milicias y los proyectos de infraestructura-, incrementó los gastos del sector público e hizo necesaria una reforma fiscal, basada en una fuerte suba de impuestos.
Ante una inflación que no cedía, se vio obligado a instaurar su famoso Edicto sobre Precios Máximos del año 301, que imponía un férreo control.
El Edicto abarcó una canasta de uno 1.300 productos, además de establecer el costo de la mano de obra para producirlos. El Emperador también aplicó una reforma monetaria.
Cabe recordar que en aquellos años el tipo de cambio romano se había devaluado enormemente debido a que varios emperadores se vieron obligados a emitir en grandes cantidades para poder pagar el gasto estatal.
En primera instancia, el Edicto estableció la pena capital contra los especuladores, a los que culpaba de la inflación y los comparaba con los bárbaros que amenazaban el imperio.
En paralelo, se comunicó que todos aquellos que operaran en el mercado negro serían ejecutados en el acto, al tiempo que acusó a los mercaderes de usureros.
En sus propias palabras, los usureros pasaban a ser los "máximos enemigos del Estado".
"Nos place que -decía Diocleciano en su Edicto- si alguno tiene la osadía de actuar contra lo dispuesto en esta norma, sea condenado a la pena capital, y que sea sometido a igual peligro quien consienta que se violen estas normas por espíritu de lucro o ansia de acaparamiento".
El mandato del emperador se talló en los marcos de las puertas de muchos templos y se plasmó en monumentos de piedra por todo el imperio, al tiempo que se comunicó en latín y griego.
Se prohibió que los mercaderes llevasen (exporten) sus productos a otros mercados en los que pudieran vender a precios más altos, y se estableció que el costo del transporte no podría utilizarse como excusa para incrementar el precio final de los bienes.
Finalmente, en el último tercio del Edicto, dividido en 32 secciones, fue donde se imponía un techo máximo para los precios de esos 1.300 productos, entre los que se incluían alimentos, ropa, costos del transporte marítimo e, incluso, el valor del jornal.
"Resultadus"
Sin embargo, el Edicto no consiguió su objetivo de detener la inflación, puesto que el gasto público no cedía y obligaba a emitir cada vez más monedas, generando un círculo vicioso en permanente expansión.
Ello hizo que los precios máximos establecidos por el emperador resultasen, en poco tiempo, demasiado bajos.
Entonces, los productores y mercaderes optaron entre dejar de comercializar algunos bienes o apelar directamente al trueque.
Incluso, en ciertas partes del Imperio, ante el miedo a la muerte y debido la imposibilidad de cumplir con los "precios oficiales", los comerciantes comenzaron a bajar la producción o retacear las entregas, produciéndose así graves problemas de abastecimiento.
Además, los vendedores no sólo temían perder dinero en las transacciones, sino que les aterraban las posibles acusaciones falsas por parte de la competencia, de modo que el comercio legal se redujo sustancialmente en ciertas zonas del imperio, empeorando los efectos de la crisis.
Con el paso de los días, los precios regulados en el Edicto se iban alejando cada vez más de la realidad y se tornaban imposibles de cumplir.
La economía no podía sobrevivir con una norma tan intervencionista, por lo que poco a poco todos comenzaron a hacer la "vista gorda".
El reglamento de Diocleciano alteró el intercambio de bienes y el comercio. Además, y debido a que también fijaba los salarios estatales, muchos funcionarios y empleados que tenían sueldos fijos, se encontraron con que su dinero cada vez tenía menos poder adquisitivo, dado que los precios artificiales no reflejaban los costos reales.
El Edicto terminó en el más completo fracaso, a pesar de que el Emperador era temido por ser un hombre cruel y sanguinario.
La economía del Imperio Romano se hundió en una profunda crisis. Ni siquiera aquel autócrata, que quería ser considerado como un Dios, consiguió que su mandato de precios funcionase.
La norma fue duramente criticada por Lactancio, escritor de Nicomedia, que acusaba a los emperadores de la inflación, al tiempo que desató una gran cantidad de disputas internas y acusaciones cruzadas.
A finales del reinado de Diocleciano, en 305, el Edicto estaba ya siendo virtualmente ignorado, si bien la economía no llegó a estabilizarse hasta la reforma monetaria de Constantino.
Cabe recordar que ya enfermo, este emperador romano se convirtió en el primero en dejar voluntariamente su cargo.
Sus polémicas reformas fueron más allá de este intento por regular la economía, ya que también hizo que el Imperio fuera gobernado por dos Augustos con iguales poderes, produciendo una bicefalia que no pudo ser sostenida tras su marcha, lo que culminó en una guerra civil un año después.
En definitiva, su legado fue el de una crisis económica y social más acentuada, un gran problema de confianza pública, una sociedad crispada y un sinfín de conflictos internos.
Pese a ello, durante siglos, e incluso en la actualidad, se repitieron fórmulas similares -como durante la revolución francesa-, y todas resultaron grandes fracasos y fueron notablemente impopulares, contrariamente a lo que se pensaba en un comienzo.
Es evidente que los controles de precios nunca han servido para resolver el problema de la inflación. Sólo son capaces de crear escasez y un mercado negro.
Desde la época de Diocleciano han transcurrido 18 siglos. Sin embargo, algunas iniciativas vuelven a reciclarse, siempre con el entusiasmo de que "esta vez sí funcionará".