HANNAH ARENDT

En 1951, Hannah Arendt escribió: "El sujeto ideal de un régimen totalitario no es el nazi convencido o el comunista comprometido, son las personas para quienes la distinción entre los hechos y la ficción, lo verdadero y lo falso ha dejado de existir".

sábado, 10 de mayo de 2014

LA DROGA: síntoma de la descomposición del poder


   Por Eduardo Fidanza/La Nación.- En una columna notable y valiente, publicada en LA NACION el jueves pasado, Carlos Pagni escribió a propósito del narcotráfico y la proliferación de la droga : " La Argentina garantiza muchas de las condiciones que requiere la industria del crimen para radicarse en un país. El fuero federal está minado por la corrupción y la manipulación política. Muchas fuerzas de seguridad se comportan como carteles: en vez de combatir el negocio, lo regulan o administran. Como la droga se ha convertido en medio de pago, se multiplican los pequeños dealers y el delito adquiere una inquietante capilaridad social, sobre todo en los sectores postergados. Y se da un fenómeno del que la política habla en voz muy baja: entre los funcionarios de todas las escalas y partidos hay cada vez más adictos, sobre todo cocainómanos".
Y remata Pagni: "De este modo, muchos narcos se vinculan con el poder a través de su propia clientela". La descripción que el columnista hace del entramado de la droga va más allá. Afirma que la Argentina asegura condiciones ideales para el lavado de dinero, facilitadas por el tráfico de divisas en negro, por donde circulan los fondos de las coimas y la evasión.

El cuadro se completa, según Pagni, con el juego, al que menciona como otro agujero negro para el crimen organizado. En rigor, la denuncia de Pagni no es nueva. Sólo adquiere relevancia por el medio donde se publica y por la claridad y concisión con que se expone el problema. Hace tres años, con motivo del contrabando de drogas a España, Juan Gabriel Tokatlian se refería en las páginas de este diario a la "triple P", expresión para designar a la coalición de pandillas, policías venales y políticos corruptos que posibilitan este tipo de delitos. El sistema funciona más o menos así: la mafia hace sus transacciones; la policía libera zonas para garantizarle impunidad a cambio de dinero; los políticos se financian de los negocios ilegales y miran para otro lado. Muchos fiscales y procuradores responsables, policías decentes, curas villeros, funcionarios y políticos probos, entre otros, conocen y denuncian estas prácticas sin suerte. La maquinaria que las sustenta es demasiado poderosa y está avalada por el sistema y la cultura vigentes. Sobre esto ha llamado la atención la Iglesia Católica, cuyos miembros conocen tan bien los palacios como los barrios periféricos. 

 Que exista un sistema y una cultura detrás del delito exige un nivel de comprensión mayor para abarcar la naturaleza del fenómeno. Postularé una hipótesis nada novedosa: es la estructura del poder, en sus distintas esferas (política, empresarial, mediática, sindical y social) la que convalida -por acción u omisión- conductas deshonestas que proliferan en un contexto de baja calidad institucional. La condición de posibilidad es una configuración patológica de los aparatos judicial y de seguridad que establecen vínculos de connivencia con cierta dirigencia política y empresarial. Si la sanción de los delitos puede atenuarse o desaparecer en función del poder y la influencia de los imputados, rige de hecho la impunidad, que termina convirtiéndose en una cultura. Esto no significa, sin embargo, que toda la clase dirigente sea corrupta; significa que la honestidad queda librada antes a las conciencias que al temor a la sanción. La experiencia sociológica y jurídica demuestra que éste es un mecanismo frágil. Las instituciones no se fortalecen sólo por los logros de la subjetividad, sino, ante todo, a través del cumplimiento de procedimientos objetivos y vinculantes. Cuando un sindicalista sospechado se desmarca y dice con sorna: "Dejen de robar por dos años" o cuando una legisladora insospechada, aunque propensa a sobreactuar, denuncia a los corruptos, le están hablando a un sistema, no sólo a actores individuales. Se refieren a la elite del poder, con sus prerrogativas, licencias, privilegios y complicidades. 

A lo que Wright Mills llamó "minoría poderosa" y María Elena Walsh, con más humor, retrató como la clase de "los que tienen la sartén por el mango y el mango también". En esa cima es donde se deciden las políticas de un país. La democracia ofrece formalmente opciones, pero si la elite del poder no las llena de contenidos regeneradores, el delito seguirá campeando. Dentro de este marco, podría considerarse el estallido del narcotráfico como un síntoma de la descomposición del poder. Ello ocurre al cabo de un gobierno que construyó un relato virtuoso mientras institucionalizaba comportamientos deshonestos y minaba la independencia de la Justicia y los organismos de control. Un régimen que seducía y pudría a la vez. Por eso, el cuestionamiento que le cabe tiene dos vertientes. Una, la propia corrupción; dos, el doble discurso. Ambas prácticas son igualmente dañinas. Empobrecen y enloquecen. No obstante, sería una simplificación asignar la responsabilidad por la corrupción y la doble moral sólo al Gobierno o a la política. Se trata de una cultura mucho más vasta que el kirchnerismo. En realidad, es la tentación y el riesgo de todos los que detentan el poder. De aquellos que determinan, según sus evaluaciones y estrategias, el destino de la sociedad.

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