TENTÁCULOS
El Estado es un monstruo tentacular, mixto y ubicuo. Golpea a la puerta, aparece cuando se abren las ventanas, pontifica cuando se enciende el televisor, vocea desde el papel, ordena desde los despachos, legisla subrepticiamente, mata con su brazo armado, es cómplice o protector o cobijante de aquello a lo que dice combatir, constructor de la realidad que hay que ver, de la que hay que pensar, de la que edificar.
Sin romper el camino férreamente trazado por poderosos, apoderados y pudientes. El monstruo tentacular con sus mil brazos, desde los gobernantes clientelares hasta los legisladores ad hoc, desde la policía casi nunca diestra y siempre siniestra, hasta los medios de comunicación –privados o no, es lo mismo- privilegiados y althuserianos aparatos ideológicos de estado. Nada es distinto en la parafernalia superestatal. Habrá, acaso, diferencias de forma, una perversidad más por un lado, algún decoro más por otro. Un medio gubernamental y otro privado, con mayor o menor descaro en el discurso dominante. Pero respondiendo en su médula a los mismos intereses. Una policía de este lado del puente con un muerto más que la del otro. Pero fatalmente represiva en su esencial constituyente. Es el Estado. El acuerdo social del que no participa la mayoría. El que arreglaron, como en todos los pasillos de la historia, las cúpulas mínimas que caben en la cúspide de la pirámide. El resto, peones. Rebaños a obedecer. A reproducir. Y hasta a convencerse de que lo mejor es lo que hay.
Candela, por ejemplo, fue asfixiada por todos los tentáculos. Todos. A los once todavía hay percepción de lo otro, de lo que la adultez desaparecedora terminará decapitando. A los once todavía se ven los duendes que bailan en los remolinos de hojas y se huye ante el sacrilegio de la escoba. A los once todavía se enciende la magia con cuatro dedos y tiene un brotecito la semilla insurrecta que los niños traen en la panza. Y que al final se atasca en el píloro y se escupe como cascarita de girasol cuando los años pasan y la gente crece, definitivamente domesticada.
Candela vivía en un mundo que era otro, no el de la oscuridad suburbial de los rincones de Hurlingam y Villa Tessei. No sabía. Y por eso era feliz. Cuando se la llevaron el monstruo se lanzó a la calle. No dejó dignidad en pie a golpe de tentáculo. A garra. A uña filosa. Diez días la buscó la policía pero a ella la mataron al séptimo. Tan cerca de su casa. Tan cerca dejaron su cuerpito cuidado, casi sin otros sufrimientos que el encierro y el momento fatal. Diez días dicen que la buscaron y ella estaba viva y nadie la vio. El aparato represivo del Estado no salva vidas. Si no mata, no ve, mira para el lado contrario, guiña el ojo a los buscados, los deja ir por un camino y allana por el otro.
El otro aparato, el delator, el buchón, el voyeur, el que señala, el que estigmatiza, el que pontifica, el que enhebra estupideces en 24 horas, el aparato comunicador. Usado por todos y demonizado por quienes lo usan. Los medios del grupo enemigo del kirchnerismo, los medios amigos del kirchnerismo, los medios estatales – gubernativos, los diarios K, los diarios C y, a su través, los artistas K y los artistas C, pusieron su logo, su cara, su identidad para construir un discurso –o dos, que en realidad es el mismo- destinado a la perversidad, a la confusión y a la abolición del pensamiento.
La nena fue víctima de la inseguridad –los medios opositores, para cargar contra el gobierno-, fue secuestrada por una red de trata, fue levantada para violarla (SIC de Gelblung, personaje irrespirable que deposita la duda sobre la pequeña víctima de once años), fue golpeada y destrozada por criminales de sello mafioso (los medios oficialistas para aventar la idea de inseguridad); el Gobernador estuvo con la madre cuando reconoció el cuerpo de la nena y el video del instante más íntimo y dramático fue transmitido por C5N; a dos minutos de conocida la muerte se lanzó a difusión una llamada extorsiva que no conocían ni los fiscales; la mamá pasó de ser una luchadora a una delincuente sin intermedios; se adelantaron en vivo pasos judiciales que terminaban en lógico naufragio; se transmitió a los artistas recibiendo patéticamente llamadas, atribulados alrededor de la oenege solidaria, cuando la nena ya estaba muerta y más de dos mil cholulos o mal intencionados llamaban diciendo que la vieron en Caleta Olivia, en Olavarría o en Tartagal. Y la nena no se alejó más de unas decenas de cuadras de su casa.
Horrible fotografía de los tiempos. Videoclip del derrumbe en directo, pero con mensajes de oyentes.
Candela no entendía. No sabía. Veía otro mundo a través de su propia ventanita, única, secreta. Como Reynaldo, que en mayo se arrolló como buscándose su propio calor en un parque de la Ciudad. Y no soportó el aliento helado de la madrugada. Se murió con muerte anónima, sin rituales ni adioses, como se mueren los pobres y los solos.
No supo que en las oficinas macristas ya bocetaban la “ley antiacampe” que se trajo Diego Santilli de Nueva York, idea del maestro Michael Bloomberg. Que tanta docencia ejerce en las filas amarillas de la Ciudad. Si Reynaldo, ya un poco viejo y con los pulmones castigados, hubiera aguantado unos meses más, tal vez se hubiera despertado con las botas de la Metropolitana ante sus ojos.
El Gobierno de la Ciudad no quiere más gente que duerma en la calle. La idea es llevar a la indigencia por la fuerza a los paradores. Y esconder la desgracia de 1.500 o 2.000 hombres, mujeres y niños que se tiran a dormir donde pueden, cuando el sueño los vence. Porque no tienen dónde, cómo ni con quién. Entonces es tan importante la presencia policial. La que pone la fuerza cuando el desarrapado se resiste. Una suerte de UCEP reciclada, sin tanta violencia directa. Al menos al principio.
Eso sí, se aclara en el proyecto oficial de la capital del país: como en Nueva York, sólo afectaría –la ley futura- “a los que duermen en posición horizontal, con colchones en el piso. Y no a los que se sientan en un banco de la plaza”. No se trata de proteger, sino de cuidar una simetría estética. Un indigente tirado en un parque no es lo mismo que un pobre que guarde la delicadeza de dormir sentado. Ambos bajo la misma noche armada con facas de hielo cayendo sobre la piel.
Reynaldo se salvó de la limpieza y del destierro porque murió antes. Viviendo como pudo. En la infinita nada que le concedió la generosidad del sistema. Candela se salvó de mirar los noticieros de su vida y de su muerte. Se fue tras el duende de los remolinos de hojas, en las ventiscas de agosto. Los dos tal vez se crucen en cualquier esquina de otro mundo, más piadoso. Donde conejos y palomas broten de las galeras. Y semillas de rebeldía, de las panzas. Y sea natural.