Por Sergio Crivelli/La Prensa.-
Fernández teme la reacción popular adversa a la cuarentena, pero se aferró a ella. El encierro lo benefició inicialmente, pero ahora profundiza la grieta. Vuelta al estilo confrontativo.
A media semana trascendió que el presidente se había reunido con editores de medios para anticiparles que restablecería la cuarentena dura y pedirles que colaboraran en la tarea de “concientizar” a la población sobre el riesgo del contagio. En otras palabras, que amortiguaran en la medida de lo posible las quejas que están empezando a multiplicarse a causa de la ruina económica generada por el confinamiento. Lo que el presidente temía era una ola de desobediencia civil.
Esa versión muestra que el gobierno registra las dificultades que enfrenta, pero que no sabe o no puede cambiar de libreto y sólo atina aumentar la capa de maquillaje. En este espacio se señaló ya hace dos meses que cabalgar un tigre no es difícil; lo difícil es bajarse del tigre sin terminar despedazado. Nadie lo ignora, ni siquiera Fernández, pero su problema no es que desatienda las encuestas que dicen que su imagen cayó más de 20 puntos, sino que está cometiendo el pecado que llevó a su jefa política a perder el poder: persevera en el error.
Todo lo que hace va por ese camino: agrava la economía, profundiza la grieta y resucita a opositores como Mauricio Macri, para alarma de radicales como Alfredo Cornejo que ya lo daban por muerto. La trayectoria que está recorriendo se parece tanto a la de Cristina Kirchner que hasta entró en guerra con el campo.
Los 100 días de encierro no sólo le han hecho perder opiniones favorables, sino credibilidad, autoridad y confianza. Credibilidad porque el manejo de la emergencia fue una jugada política antes que sanitaria con el propósito de camuflar el desastre económico.
Se apresuró a paralizar la actividad y ahora la sociedad llega exhausta a un aumento vertical de los contagios. Sus expertos corrieron varias veces el pico y van a seguir corriéndolo porque nadan en conjeturas.
Se dijo que el encierro serviría para mejorar la capacidad de atender a los contagiados, pero ahora se descubre, por dar un ejemplo, que instalaciones con las de Tecnópolis no fueron usadas y constituyeron un error de cálculo. 100 días de encierro no sirvieron para preparar una respuesta al COVID, porque ante el aumento de casos el único recurso es volver al punto de partida.
Tampoco se puede invisibilizar, aunque los medios colaboren, miles de cierres y despidos, reclamos de comerciantes y dueños de pequeñas empresas fundidas.
Se asiste, además, a una pelea política a cara descubierta. Se tiran el virus unos a otros. Axel Kicilllof está obsesionado con los runners y culpa a la ciudad de Buenos Aires de todos sus problemas. Volver al casillero uno, en resumen, no es razonable después de un confinamiento récord. Inicialmente podía serlo y por eso oficialismo y oposición marcharon juntos, pero a esta altura los opositores toman distancia. El “comité de científicos” sufrió un proceso paralelo; pasó de ser oído con temor a que casi nadie lo tome en serio.
Así como el gobierno repite una receta sanitaria que ya fracasó, otro tanto hace con la economía. La actividad cae a pique por el encierro y el presidente sigue aplicándole una sobredosis de aumento del gasto público, déficit fiscal y emisión monetaria.
El FMI prevé una caída del PBI para 2020, similar a la de la megacrisis de 2002: 10%. En el primer trimestre, con sólo 10 días de cuarentena, cayó el 5,4%.
Los economistas alertan de que en mayo el déficit creció el mil por ciento y la base monetaria, desde que asumió Fernández, el 75. También que bonos y letras del Central ya suman dos bases monetarias.
Ese es el resultado de poner en manos del estado el 80% de la economía como dice orgulloso Fernández. La bomba se está armando porque en economía también se volvió al casillero uno: las recetas usadas desde 2003, pero esta vez potenciadas y con un estado quebrado. Populismo sin caja.
Frente a este cuadro la oposición vuelve a oponerse, mientras el oficialismo está lejos de prestar alguna ayuda al presidente. Los empresarios que lo apoyaron se dividen en dos grupos: los que le piden que oiga a Roberto Lavagna (volver a 2002) y los que ya lo consideran inviable.
El resto del oficialismo responde a Cristina Kirchner y se radicalizó. Por ahora su campo de batalla es el Senado, donde se produjo un hecho sin antecedentes desde 2003: un tercio largo de la Cámara desconoce el resultado de una votación. Esta peligrosa anomalía es producto de la decisión de la presidente del cuerpo de romper el pacto político que permitía que funcionara durante la cuarentena. Un poder colegiado necesita un nivel mínimo de consenso para funcionar. No es unipersonal como el Ejecutivo, pero Cristina Kirchner opina lo contrario y maneja su mayoría propia “manu militari”, estrategia que genera conflictos agravados ahora por la crisis. Estrategia a la que adhiere un Fernández que ya no tiene otra carta que jugar.