Por Ernesto Tenembaum/infobae.-
Venezuela ha sido en estos últimos años la sede de una tragedia humanitaria. En Venezuela se ha instalado un gobierno que produjo una represión despiadada, que no registra antecedentes en América del Sur desde el regreso de las democracias en los ochenta. Y Venezuela ha sido, además, un pantano para las fuerzas progresistas de la región, porque sus principales líderes fueron cómplices silenciosos de lo que allí sucedía. En ese pantano, entró, esta semana, el candidato presidencial opositor, Alberto Fernández. La manera en que maniobró para evitar sumergirse tal vez permita entender mucho de la lógica que, en este y otros temas, guía la conducta de Fernández.
Todo empezó el jueves, cuando Michelle Bachelet difundió un informe estremecedor sobre la represión que ejerce el régimen de Nicolás Maduro. Bachelet fue una víctima de la dictadura pinochetista. Su padre, un militar, fue asesinado. Ella y su madre fueron detenidas, torturadas y luego debieron exiliarse. Varios años después, Bachelet fue electa, y luego reelecta, presidenta de su país. Ahora es la alta comisionada de las Naciones Unidos para los Derechos Humanos. Esta semana, en Ginebra, Bachelet presentó un informe lapidario sobre la situación de los derechos humanos en Venezuela.
Es necesario leer ese documento para entender lo que ocurre allí: más de cinco mil ejecuciones extrajudiciales, grupos parapoliciales que entran de manera impune a las casas de los disidentes, torturas con picana eléctrica, sometimiento a las mujeres opositoras o familiares de opositores, cierre de medios, exiliados, persecución a líderes opositores, eliminación de las elecciones. Ninguna persona buena puede ser ambigua frente a esas denuncias, de una fuente además tan indiscutible.
Datos parecidos habían difundido en los últimos años organismos de derechos humanos muy prestigiosos como Amnesty International, Human Rights Watch o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En enero de este año, inclusive el Centro de Estudios Legales y Sociales se sumó al coro de voces que, en todo el mundo, alertan sobre ese horror. Repudiar semejante crueldad y exigir el regreso de la democracia y el respeto a los derechos humanos parece una reacción natural, una obviedad.
Precisamente eso es lo que hizo la ex Presidenta chilena. Con palabras muy sencillas de entender, Bachelet denunció el uso repetido de "fuerza excesiva y letal contra manifestantes" y "ataques contra oponentes políticos y defensores de los derechos humanos, con métodos que van desde las amenazas y las campañas de descrédito a detención arbitraria, tortura, violencia sexual, asesinatos y desapariciones forzadas". Consideró: "Los venezolanos merecen una vida mejor, libre de miedo y con acceso a alimentos, agua y servicios sanitarios".
El desafío de Fernández, en este contexto, es enorme, porque en el sector político al que pertenece hay muchas personas cercanas a quienes ejecutaron la represión en Venezuela, entre ellas la propia candidata a vicepresidenta Cristina Kirchner. Fernández ha visitado además en estos días a dos líderes —Pepe Mujica y Lula Da Silva— que jugaron un rol clave para que Venezuela no fuera aislada mientras los abusos comenzaban a multiplicarse. En esos datos, se apoyó Mauricio Macri cuando dijo: "El que calla es cómplice". Macri, como su amigo Jair Bolsonaro, no ha tenido ningún compromiso en la lucha por el respeto a los derechos humanos: es una causa que siente propia solo cuando se violan en Venezuela. Pero actúa como un político en campaña: señala un punto débil de sus enemigos.
La alta comisionada de Naciones Unidas para los derechos humanos, Michelle Bachelet, durante su visita a Venezuela a comienzo del mes
La alta comisionada de Naciones Unidas para los derechos humanos, Michelle Bachelet, durante su visita a Venezuela a comienzo del mes
Para Fernández, sería sencillo desarticular la maniobra. Bastaría con repetir las palabras de Bachelet. Sin embargo, desarrolló un razonamiento mucho más enredado. Por momentos, pareció que repudiaba las violaciones a los derechos humanos. "En Venezuela hay un problema respecto de la calidad institucional y hay que prestarle atención a eso, porque evidentemente se han vivido en los últimos años sistemas de abusos y de arbitrariedad del Estado que no pueden pasar desapercibidas", dijo.
Pero luego sostuvo: "Eso ha complicado la convivencia democrática a tal punto que ha habido enfrentamientos y detenciones que deben llamarnos la atención y preocuparnos".
Finalmente, remató: "Lo que sí creo es que la solución venezolana no es llenar Venezuela de marines y la solución venezolana no es que en una plaza pública alguien se autoproclame presidente y otros gobiernos de Latinoamérica salgan a reconocerlo. Yo me pregunto qué hubiera pasado si los chalecos amarillos hubieran proclamado un presidente en Francia porque no les gustaba Macron".
Hay cuatro diferencias entre Bachelet y Fernández. La primera es la elección de los términos. Donde Bachelet dice "detención arbitraria, tortura, violencia sexual, asesinatos y desapariciones forzadas", Fernández es muchísimo más suave: habla de un "problema respecto de la calidad institucional", "sistema de abusos" y "arbitrariedad". La segunda diferencia es que Fernández incorpora la categoría "enfrentamientos". Es un clásico: cuando un gobierno, o sus aliados, pretende negar la represión, o relativizarla, suele apelar a ese término. Luego, Fernández se ensaña con la oposición venezolana: en el contexto del informe Bachelet —con miles de asesinados y torturados— parece un hecho ciertamente menor lo que hagan los disidentes. Finalmente, aprovecha para atacar a Macri. "La Argentina de hoy se parece más a Venezuela que la de Cristina", "Macri habla para que lo escuche Trump". Bachelet había recomendado "poner los derechos humanos por delante de cualquier ambición ideológica o política".
De todos modos, con Fernández las cosas nunca son tan lineales como lo eran con CFK. Pese a las evidentes diferencias con Bachelet, Fernández puso, al menos, alguna distancia con el régimen de Maduro. Hay, evidentemente, en él, ciertas ideas diferentes a las de los líderes de su espacio. No se siente tan cómodo con Maduro como Cristina, la dirigencia camporista o el PT brasileño.
Las preguntas de siempre aparecen en ese zigzagueo. ¿Es distinto? ¿Cuán distinto? ¿O es apenas alguien menos rústico, uno que llega al mismo destino de manera más disimulada, un abogado inteligente que defiende posiciones similares? Algo similar ocurre cuando Fernández habla de la corrupción kirchnerista o de la tragedia de Once. Parece distinto e igual al mismo tiempo.
La tragedia venezolana ha puesto al progresismo latinoamericano en un laberinto similar al que encerró a la izquierda europea en la segunda mitad del siglo pasado, cuando se empezaron a conocer las atrocidades del estalinismo. Cristina Kirchner, Luiz Ignácio Lula da Silva, Evo Morales, José Mujica no son iguales a Maduro. Todos ellos han respetado las normas de la democracia. Entonces, ¿por qué callan? ¿Con qué derecho alguien podrá denunciar que Jair Bolsonaro viola los derechos humanos, si ha tolerado que Nicolás Maduro mande sus grupos de choque a golpear disidentes por la noche en sus propias casas? ¿Cómo podría reclamar la libertad de Lula quien no cuestiona que asesinen a los opositores en Caracas? ¿Qué derecho tendrá una persona a repudiar el trato a inmigrantes de Trump cuando lee que, según Human Rights Watch, la tortura con shocks eléctricos a opositores pasó a ser una práctica habitual en Venezuela y, sin embargo, no reacciona?
En ese pantano profundo, ahora, ha entrado Alberto Fernández. Salir de allí no parece tan difícil: basta con repetir la conducta de Michelle Bachelet, una progresista, moderada y democrática, que no se complicó nunca con los métodos de Maduro y los suyos.
Si hubiera más líderes como ella, el progresismo latinoamericano tal vez no tendría esta crisis de credibilidad.