HANNAH ARENDT

En 1951, Hannah Arendt escribió: "El sujeto ideal de un régimen totalitario no es el nazi convencido o el comunista comprometido, son las personas para quienes la distinción entre los hechos y la ficción, lo verdadero y lo falso ha dejado de existir".

sábado, 16 de enero de 2016

ANTE UNA EXCEPCIONAL LUCHA POR EL PODER.


     Por Eduardo Fidanza para La Nación.- Las cinco semanas transcurridas desde la asunción del nuevo gobierno no dieron tregua. Es un fenómeno del poder más que de la sociedad. Los argentinos que pueden están de vacaciones; los otros, atenúan la frustración con los alivios del verano: la vida al aire libre, el ocio ocasional, el disfrute de una ciudad semivacía. Eso no significa la cancelación del malestar. Los billetes de 100 fluyen de los bolsillos a una velocidad inusitada, desesperante; las perspectivas de trabajo son moderadas; los empleados públicos temen el despido; los privados atisban un año difícil, con pocas horas extras y duras paritarias. Sin embargo, se asiste al fenómeno típico de esta época del año: la gente trata de postergar las preocupaciones, de no pensar en los problemas; su contacto con la política se limita a los fugados, una serie por entregas que ya concluye. La sociedad se distiende, pero dejó un mensaje preciso, materializado en la provincia de Buenos Aires: no quiere ser gobernada por políticos sospechados de ser cómplices del delito. En la cima de la pirámide, donde se juegan los intereses de las elites, el clima es otro. Sucede una lucha por el poder que adquiere, por momentos, formas insólitas, rocambolescas, despiadadas. Una flamante administración, de signo ideológico distinto de la anterior, debe asumir cabalmente la dirección del país. Esa es la prescripción de la democracia. Al avanzar hacia el objetivo topa dramáticamente con un Estado inorgánico y corrompido, con amplias zonas capturadas por mafias de todo tipo. El desastre que se descubre, sin embargo, no es nuevo ni sólo achacable al gobierno anterior, aunque éste tenga crucial responsabilidad. Se trata de una grave enfermedad, en estado terminal, que creció a la sombra de tres décadas de democracia impotente o desentendida. Todo lo que va encontrándose se conocía, aunque no se lo asumiera. Sólo impresiona la escala.
La conexión entre el delito, las fuerzas de seguridad y la dirigencia política y sindical no es novedosa ni mucho menos. Aunque cueste aceptarlo, la Argentina mafiosa es una derivación funesta de la Argentina corrupta. La degradación política, económica, sindical y deportiva, ante la que nadie puede tirar la primera piedra, le abrió la puerta al crimen organizado, que es la continuación militarizada de otras prácticas escabrosas, como los sobornos, las coimas, el lavado de dinero, la financiación de pandillas y las contrataciones fraudulentas. En ese turbio mundo se adelgazan las fronteras: un barrabrava puede ser un personaje costumbrista o un sicario; el jefe de Gabinete, un funcionario socarrón o un narcotraficante. Pero ya es indisimulable la esquizofrenia, porque la sociedad tomó conciencia y dio un mandato. El narcotráfico es el significante vacío de este submundo. Quizá su síntoma paradigmático, pero no el único. Aunque el crimen enquistado en el Estado no sea novedad, adquiere relevancia porque exhibe el principal impedimento para que el nuevo gobierno logre el control pleno del poder. En este punto habrá que recordar la clásica definición weberiana de Estado: es la organización que en un territorio monopoliza la violencia considerada legítima por la sociedad. El concepto aclara la impotencia que reveló la publicitada fuga. Los funcionarios tuvieron que vérselas con fuerzas cuyas armas no se sabía de qué lado estaban. Así, las capturas constituyeron un éxito indudable aunque costoso, que no clausura, sin embargo, la asignatura pendiente: garantizar que los organismos de seguridad acaten el orden democrático. Las dificultades del Gobierno para conquistar el poder se agravan, además de los obstáculos concretos, por una creencia histórica: este país sólo puede ser gobernado por el peronismo. 


El fantasma de un gobierno débil, que rememore al de la Alianza, acecha a los nuevos funcionarios y preocupa a una parte de la sociedad. La respuesta del oficialismo a este temor tiene dos componentes audaces y difíciles de asimilar. Por un lado, el reforzamiento perentorio del rol presidencial, a través de decretos de necesidad y urgencia; por otro, un calibrado trueque de concesiones con fuerzas peronistas dispuestas a colaborar. Esta estrategia se completa con una política económica gradualista, encaminada a no perder sustento social. Se pueden discutir los pasos, siempre que se asuma que son productos de la necesidad, no de la libertad. Este es un gobierno con una limitación, que acaso encierre una virtud: debe negociar el poder, no construirlo a su antojo. Las condiciones de la Argentina de estos días distan de los amables contornos que cierto idealismo político pudo imaginar. Antes que por la república, se lucha por el poder desnudo, en condiciones de excepción. Es una disputa que involucra al Estado, del que no quieren desprenderse los delincuentes que lo usurparon. Se trata de un combate singular: se superponen en él la anomia y el derecho, cuyo vínculo problemático iluminó Agamben. Por eso, para vencer se requiere realismo y viveza, pero no se puede utilizar cualquier medio. Aun imperfecta y con módicas ilusiones, debe prevalecer la democracia, para trazar un corte ejemplar con el populismo devastador.

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