HANNAH ARENDT

En 1951, Hannah Arendt escribió: "El sujeto ideal de un régimen totalitario no es el nazi convencido o el comunista comprometido, son las personas para quienes la distinción entre los hechos y la ficción, lo verdadero y lo falso ha dejado de existir".

lunes, 29 de abril de 2013

El hombre de bien

Por Montserrat, Marcelo/Revista Criterio.-  El papa Francisco retoma el reto de san Agustín: más allá de la palabra humana, toda verdad auténtica se funda en Cristo. La cámara de televisión resbala una y otra vez, con una retórica de la reiteración, sobre los vigorosos atletas neopaganos diseñados por el genio de Miguel Ángel para gloria de Julio II, el Papa italianísimo y antiborgiano con la espada en mano por el honor de la Iglesia, ante el escándalo de Erasmo y el desconcierto de Maquiavelo. Pero ahora, allí abajo, hay un hombre sencillo vestido de blanco que no predica la guerra sino la paz, que no teme ser viejo porque en una época ahita de información inútil apela a la sabiduría existencial y a la vida interior.
Ese hombre quiere llamarse Francisco, como el gran depurador eclesial y padre de los pobres, y que hasta hace poco viajaba en colectivo y en subte por Buenos Aires. Un taxista exultante me acaba de decir: “Yo no entiendo de todo esto, pero estoy seguro de que es un hombre de bien”. Hacía mucho que no escuchaba esta expresión tan nuestra y pensé: Vox populi, vox Dei.
La memoria viró entonces hacia una conversación mantenida hace años con Graciela Carta de Capanna, en su casa de José C. Paz. Ambos nos preguntábamos dónde estaban los grandes teólogos de nuestra juventud: Rahner, Congar, De Lubac, Von Balthasar, Guardini. Ahora sé, Graciela, donde están: fundando cada palabra, cada concepto del papa Francisco, y hasta veo el rastro del homo viator, el hombre itinerante de Gabriel Marcel. Como soy viejo como el Papa, comparto con él cierta lumbalgia y para colmo soy historiador, y me voy a permitir cierto rodeo antes del final. Hace muchos siglos, dieciséis, un hombre nacido en un pueblo de lo que hoy es Argelia, fue hecho obispo de Hippo Regius, Hipona, apenas superados los cuarenta años. Su juventud había sido turbulenta, en una época en la que el Imperio Romano se desmoronaba. Se llamaba Agustín y no tenía rival alguno en la glosa de Virgilio o Cicerón. Su maestro Ambrosio de Milán había detectado su genio impar, su capacidad de síntesis de la antigüedad clásica y el cristianismo. Todavía hoy tiembla el corazón cuando se leen sus Confesiones, el primer libro moderno, como decía Ortega, y en 1929 una muchacha judía de 24 años, Hannah Arendt, escribió su tesis doctoral sobre el concepto de amor en san Agustín, dirigida por Karl Jaspers. ¿Por qué he evocado a Agustín? Porque él, al asumir su obispado se dirigió fraternalmente a sus fieles de este modo: “Pero la tentación que viene del gobierno de las almas, la tentación del peligro que va unido a la dirección de una iglesia, os afecta de un modo particular. ¿Y podríais ser vosotros indiferentes a este peligro cuando la barca amenaza hundirse? Os digo esto por miedo a que, bajo pretexto de que esta tentación nos afecte especialmente, no por ello os inquietéis menos, ni flaqueéis en vuestras oraciones por nosotros cuando debéis con más motivo continuarlas… pues qué, hermanos míos, ¿acaso porque no sois vosotros los que manejáis el timón, no por eso dejáis de ser pasajeros en la misma barca?” Me parece que el papa Francisco recoge el reto del santo obispo Agustín. Él también ha sido maestro de la retórica y la psicología, pero sabe que más allá de la palabra humana toda verdad auténtica se funda en Cristo, en el infinito fulgor del Verbo, que fue antes y será después.

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