Con el estallido del caso Schoklender, el Gobierno se enfrenta a su propia creación mitológica e idealista del pasado argentino.
aparente de la causa, la índole
o el objeto verdadero de un acto o contrato.
En una de sus estelares actuaciones, Al Pacino representa a Viktor Taransky, un director de cine que, de pronto, necesita una actriz especial para producir un éxito que le impida perder el espacio que ocupa en el mundo cinematográfico. Aquejado por fracasos y sin poder conseguir la mujer ideal, decide crearla. Se vale para ello de un sistema operativo computarizado (S1m0ne, que se pronuncia Simone), capaz de representar una virtualidad como real.
A partir de entonces observa como su creación cobra vida en la pantalla grande hasta convertirse en una estrella para las masas. La demanda de notas y presentaciones de la actriz, llamada justamente Simone, supera las expectativas de Taransky, quien debe producir más y más imágenes virtuales a fin de poder satisfacerlas. Cuando, de repente, se ve superado por su propia invención decide destruirla. Pero Simone ya es entonces una gran creación colectiva. Las multitudes compraron como real una ficción convirtiéndola en indestructible. ¿A qué viene la conmemoración de dicha película? A la simple coyuntura que nos subyuga. El escándalo de las viviendas, el nuevo caso Schocklender, aparece en escena precisamente como un derrotero para la Presidenta. ¿Cómo desligarse de todo ello? ¿De qué modo salir adelante cuando lo que se pone en evidencia es la propia manipulación de algo que ha adquirido cualidad de mito inexpugnable? Las Madres de Plaza de Mayo se han transformado –desde la asunción de los Kirchner a la presidencia– en una herramienta más para la concepción política oficialista. Todo pasado se tergiversó en una idealización funcional a la necesidad del ex mandatario por tornar real un poder débil nacido de un magro porcentaje de votos prestados. Pese a ello, el valor de los pañuelos blanco se destiñó de la noche a la mañana. Fue de lo real a lo virtual, quizás la única diferencia con la película arriba mencionada. Se politizó una búsqueda de la verdad impidiendo, además, que la misma pudiera tener un desenlace positivo para las protagonistas y la sociedad. Se armó un escenario ficticio para fines oportunistas y mezquinos. La historia terminó siendo un guión falaz alrededor del cual se convocó a adoradores de una mitología que poco o nada tenía y tiene que ver con el pasado nacional. Así se llega a este presente donde imaginar a una Hebe de Bonafini como la contracara de lo ideal resulta (o debe resultar) impensable para la sociedad imbuida de una epopeya donde sólo había heroínas y objetivos inquebrantables. Esa creación del mito en torno a personas de carne y hueso es siempre peligrosa: una bomba de tiempo que en algún instante iba a estallar. El desconcierto que genera la caída del ídolo no es fácil de sobrellevar. Ante un mundo en ebullición constante, hay necesidad imperiosa de creer en algo que, al menos si no lo es, parezca inmortal. Pues bien, la Fundación de las Madres de Plaza de Mayo pudo haber nacido con la mejor y más intachable intencionalidad, sin embargo, la política inserta en el seno de la misma diluyó la esencia. Asumir ahora la posibilidad de una fuente de corrupción emanada del núcleo de aquella requiere de una enorme valentía. Paradójicamente, si algo escasea hoy en la gente es la disposición a salirse de la masa, ensalzar la individualidad y atreverse a desenmascarar aquello que unifica la creencia popular. ¿Quién se atrevería, por ejemplo, a dudar públicamente de alguien que surge como paladín de la justicia y la moralidad? No importa siquiera que ese mismo personaje haya aplaudido crímenes aberrantes como los cometidos por Bin Laden. Esos “deslices” se leen como naderías comparadas con la virtud que se le diera desde el vértice de la pirámide. ¿Cómo sostener que alguien inherente a las Madres sea una virtualidad recreada por Néstor y Cristina Kirchner como lo es, sin ir muy lejos, el Che Guevara entronado como redentor de la humanidad? El costo es alto. Nadie quiere quedar afuera de la mitología. La mayoría de los medios de comunicación no se animan a emitir un cuestionamiento en torno a la figura de una institucionalidad, como se plasmó a Bonafini cuando Kirchner decidió obrar cual director de cine. Los argentinos fuimos llevados como rebaño a la sala donde se proyectó una historia singular. Compramos el libreto porque era y es más fácil adquirir el producto hecho que ponerse a cocinar. La ley del mínimo esfuerzo… El juicio crítico fue anulado, al pensar por uno mismo se le puso un precio demasiado caro. El Gobierno puede declamar que los contenidos de un matutino son falsos y hay que combatirlos en pro de la multiplicidad de opiniones y de una única verdad: la de ellos, desde ya; pero no puede aceptar que se devele una trama tal como fue o es sin interlineado que trastoque la letra original. Desmitificar a uno (o una) de los principales socios implica confesar que se ha constituido una asociación non sancta, o en el mejor de los casos, una complicidad que salpica y ensucia por demás. Ante esta situación es predecible adivinar el futuro de este nuevo caso de corrupción, aun cuando los actores protagónicos sean los mismos que actuaron en otras películas repetidas hasta hartar. En medio de esta circunstancia debe protegerse a la figura que fuera santificada, adoptada y vendida como tal. De allí que sea más sencillo entregar la cabeza de un parricida a quien nunca se le debió haber confiado, no por insensatos sino por la evidencia misma de sus actos, un patrimonio estatal. Convengamos que no cualquiera puede asesinar a su madre incrustándole un hierro en el cerebro. Convengamos que si hay blanco, hay negro; y los años setenta nos hallaron entre dos bandos. Ni tan buenos, ni tan malos. Como le sucediera a Al Pacino en “Simone”, hoy el Gobierno se enfrenta a su propia creación. Y aunque en algunos se genere la duda sobre la certeza de la defensa, hay que reconocer que la mayoría de las veces los mitos sobreviven a sus autores por más diestros que estos aparentan. Sergio Shocklender y algunos más caerán como sucede con los actores secundarios, sepultados por marquesinas que, si bien alguna vez se apagan, vuelven a encenderse con una sorprendente velocidad. Y es que el show debe continuar…